Felicidad en tarros de cristal

El cartel decía “Vendo felicidad en tarros de cristal ¡Llama ahora!”, y adjunto se encontraba un número telefónico. Caminaba a casa tras un largo y extenuante día de trabajo cuando me topé con el papel estampado en un antiguo poste de teléfono. Le saqué una fotografía creyendo que se trataba de una curiosidad.

ciudad ajetreada

Se lo mostraría a mi esposa apenas llegara al apartamento, pero, la rutina de las tareas cotidianas me atrapó y me olvidé de eso. La cena, los platos, la ropa, preparar el almuerzo para nuestra hija, acostarla y luego guardar todos los juguetes que había dejado regados en la sala de estar. Cada noche seguía exactamente la misma rutina.

A la mañana siguiente, encontré a mi esposa de espaldas todavía dormida. Siempre tenía que levantarme más temprano que ella para llegar a tiempo al trabajo, por lo que me preparé procurando no hacer ruido y salí del apartamento.

En el trabajo había que hacer una actualización al último informe de gastos de la empresa. Básicamente, el trabajo era similar todos los días. Me da un poco de pena decirlo, pero me pagaban por mirar un monitor 9 horas al día e ingresar unos cuantos números en una hoja de cálculo. Terminé la encomienda muy rápido, así que decidí irme temprano de la oficina. Por supuesto, mucho tuvo que ver que fuera viernes, el día en que muchos trabajadores salen temprano para aprovechar su fin de semana.

Camino a casa, pensaba en los rumbos que había tomado mi vida. Pensaba en estas cosas muy seguido. Cuando era joven siempre soñé con viajar. Anhelaba cruzar el país manejando, o embarcarme de mochilero por toda Europa. Entonces, conocí a Kelsey. No me malinterpretes, realmente amaba a esta mujer. Bueno, lo sigo haciendo. Simplemente hemos perdido esa chispa.

solo en una cueva

Cuando conoces a una persona y empiezas una relación, independientemente de si las cosas funcionan o no, algunos de los planes personales que tenías anteriormente deben esperar. Y esa relación se transforma en un matrimonio, después tienes un hijo, a los pocos años te toca inscribirlo en preescolar y buscar la forma de obtener una mejor paga en el trabajo haciendo horas extras y blah, blah, blah.

No pretendo que sientan lástima por mí. Simplemente, quiero dejar en claro que no estaba precisamente contento con lo que había hecho de mi vida. Jamás me habría considerado una persona feliz.

Mientras recorría la misma ruta que tomaba todos los días para ir y venir al trabajo, pasé junto al mismo cartel que había descubierto un día antes. No sé por qué, de verdad no lo sé, pero decidí llamar al número. Creí que se trataría de una broma. Tal vez, algún extraño respondería para decir “Te quiero” y después colgaría. No tenía idea de qué esperar.

Llamé. El timbre sonó una sola vez antes que alguien respondiera.

“¿Hola?”, dijo una mujer.

“Ehh… le llamo por el cartel. El anuncio”.

“Oh, maravilloso”, respondió con mucha tranquilidad, “¿cuándo quieres pasar por ella?”.

“¿Pasar por qué?”.

“El tarro…”, respondió aquella mujer como si se tratara de la cosa más obvia del mundo.

“Oh, claro, este…”, me di cuenta que había salido temprano del trabajo sin avisarle a Kelsey, así que podía ir a recogerlo sin que se diera cuenta. “¿De qué se trata exactamente? ¿Qué es lo que vende?”.

“Te lo acabo de decir. Felicidad. Felicidad en un tarro de cristal. Justo como se indica en el cartel. La felicidad se conserva mejor en los tarros de cristal. Es decir, son mucho más durables que las bolsas de plástico”.

“Muy bien. ¿Podríamos encontrarnos en algún sitio?”.

“Por supuesto. No quiero que esto parezca una extorsión o algo parecido, veámonos en un sitio público”.

El sitio público que acordamos fue el estacionamiento de una cafetería, aproximadamente a kilómetro y medio de mi ubicación.

Evidentemente, no creía que fuera a comprar un tarro de felicidad u otra cosa. Estaba casi seguro de que intentaban venderme alguna droga. Quizás el tarro contenía algunas dosis de heroína. Recuerdo haber pensado, “probablemente, ‘felicidad’ es el apodo que recibe alguna droga callejera y me voy a encontrar con un traficante. ¿y si se trata de un policía? ¿me arrestará?”. Pero, algo dentro de mí provocó que siguiera caminando. Así que fui a ese lugar.

mujer con tarros de cristal luminosos

Me paré en el estacionamiento y le envié un mensaje de texto:

Yo: Ya estoy aquí.

Ella: Bien. Estaré ahí en un segundo.

Yo: ¿Qué auto conduces?

Ella: Un Camry gris.

Mientras su último mensaje llegaba, observé el carro ingresando al estacionamiento. Se estacionó en un sitio no muy lejos de donde me encontraba. Observé que no había nadie más al interior del carro, lo que esfumó mi temor de que fuera un secuestro. La mujer abrió la puerta y se paró en la acera, buscando a su alrededor hasta que sus ojos se encontraron con los míos. Asentí ligeramente para confirmar mi identidad. Ella respondió agitando su mano, haciendo un gesto para que fuera hasta su auto, y así lo hice.

Era una mujer joven, quizá de veintitantos años, con el cabello rubio y rizado. Llevaba un vestido negro que contrastaba con su piel pálida. En ese momento creí que se trataba de Glinda, la bruja buena del Mago de Oz, con la vestimenta de la bruja malvada.

“Hace un buen día hoy”, dijo en forma de saludo.

“Oh, claro. En realidad, no había puesto atención”.

“Tú eres el que preguntó por el frasco, ¿cierto?”.

“Sí, soy yo”.

“Perfecto, aquí lo tienes”.

Me entregó un tarro de cristal diminuto. Probablemente no superaba cinco centímetros de alto. Al interior había una luz. No era una luz artificial. Parecía que alguien había embotellado un fragmento del Sol. Su brillo se sobreponía incluso a la claridad del mediodía. Era como un pequeño universo encerrado entre paredes de cristal. Lo observaba sin ocultar en lo más mínimo el asombro en mi rostro.

“Impresionante, ¿verdad?”.

“¿Qué es?”.

“Creo que me has preguntado lo mismo como tres veces. Te voy a responder lo mismo. Es la felicidad. La felicidad contenida en un tarro de cristal”.

“¿Y qué debo hacer con esto?”.

“Guárdalo”, dijo sin más. “Si te causa problemas, envíame un mensaje de texto”.

Ella empezó a subirse al auto.

“¡Aguarda!”, le dije. “¿No habías dicho que la vendías? ¿Cuánto cuesta?”.

“No te preocupes, hombre”, dijo con una sonrisa en el rostro. “Ya lo pagarás”.

Cerró la puerta y me aparté de su camino mientras retrocedía, después se retiró. ¿Qué diablos acababa de suceder? ¿Qué me había entregado? Volví a observar el tarro, y su brillo simplemente era fascinante. Lo guardé en mi bolsillo y observé que la luz se filtraba tenuemente por la tela del pantalón. Me dirigí a casa.

Lo que era un maravilloso día soleado, rápidamente se convirtió en un cielo repleto de nubes que amenazaban con descargar una tormenta. Nadie había pronosticado lluvia, de lo contrario me hubiera ido al trabajo en metro o autobús. Corrí para llegar a casa lo más rápido posible y no empaparme demasiado. Finalmente encontré refugio cuando llegué a mi edificio de apartamentos.

Cuando llegué a la puerta de mi vivienda, encontré que la llave había desaparecido de su llavero. “Maldición, no puede ser que la haya perdido otra vez”, pensé.

Toqué la puerta y con voz fuerte dije: “Amor, soy yo. No sé qué sucedió con mi llave”. Escuché cuando desbloqueaban la puerta desde el otro lado. Cuando finalmente se abrió, un hombre alto y corpulento me saludó y dijo: “creo que te equivocaste de puerta, amigo”.

“¡Oh!”, dije desorientado. “Lo siento, disculpa. Ten un buen día”.

Soltó una pequeña risa mientras cerraba la puerta.

Apartamento número 33.

Sabía que ese era mi apartamento. Sé que lo fue. Llevaba cinco años viviendo en el departamento número 33. Pero, había dejado de serlo. Por lo que pude ver, los muebles eran completamente diferentes e incluso el color de las paredes, todo estaba mal. Sentí que me había golpeado la cabeza o estaba drogado. En ese momento, las cosas no tenían sentido.

profundamente triste

Saqué mi teléfono para llamar a Kelsey, necesitaba que me tranquilizara y me dijera que estaba confundido. Sin embargo, su contacto no estaba registrado en mi teléfono. De hecho, el dispositivo estaba completamente vacío. No existía un registro de llamadas o conversaciones. Ni siquiera fotografías con ella. Era como si el dispositivo hubiera sido restaurado a la configuración de fábrica. ¿Sería posible que aquella mujer cambiara mi teléfono sin darme cuenta? Incontables veces había marcado el número de Kelsey manualmente, pero era incapaz de recordarlo. Me lo sabía de memoria, pero ya no. Debía volver a mi oficina, allí tenía un respaldo de todos mis contactos en la computadora.

Como seguía lloviendo, tomé un autobús que hacía parada justo frente al complejo de apartamentos. Me dirigí hacia mi oficina en el centro, todo el tiempo mirando mis zapatos mojados y preguntándome qué diablos estaba pasando.

Al edificio donde trabajo sólo se puede ingresar con una tarjeta de acceso. Siempre guardo esa tarjeta en mi cartera, siempre. Sorpresivamente, no estaba allí. A través del interfón que teníamos para visitantes o empleados que habían olvidado su tarjeta me puse en contacto con el personal.

Bzzz…

“Hola, soy Tim. Perdí mi tarjeta. Mi número de empleado es…”, me detuve mientras recorría un espacio en blanco.

Una voz salió del interfón. “¿Tim? Se cortó. ¿Cuál es tu número de empleado?”.

“Um, no puedo recordarlo, yo…”

“No te preocupes. Sólo dime tu nombre completo y departamento”.

“Estoy en finanzas. Soy de finanzas, y mi nombre completo es Tim Brooks”.

“Un momento”.

Medio minuto después, el hombre volvió a hablar.

“No tenemos a un Tim Brooks registrado en el edificio. ¿Tienes cita con alguien?”.

Retrocedí sorprendido, y casi tropiezo con mis propios pies. Acababa de salir de aquella oficina hacía poco más de un par de horas. ¿Qué me estaba sucediendo? Era como si hubiera enfermado de Alzheimer y recorrido todas las etapas en un solo día. Observé mis manos, sin la certeza de que me encontraba en el cuerpo correcto. Sentí que todo mi mundo alrededor se desmoronaba. No tenía control, simplemente estaba en la mente de otra persona, observando el mundo a través de sus ojos.

En ese instante, llegó un mensaje de texto. Reconocí el número de inmediato, era aquella mujer. La que me entregó el tarro. Había olvidado todo hasta que vi su mensaje.

Ella: Hola. ¿Cómo va todo?

Observé el teléfono, atónito. Me producía coraje que resultara tan indiferente ante lo que estaba sucediendo. Por supuesto que ella sabía lo que pasaba. De alguna forma lo había propiciado.

Yo: ¿Qué rayos me hiciste?

Ella: Y todavía no sucede lo peor.

Estuve a punto de lanzar el teléfono por la frustración. Saqué el pequeño tarro del bolsillo de mi pantalón. Brillaba igual que la primera vez, no había cambiado nada.

“¡Qué diablos hiciste!”, le grité al frasco dándome cuenta de que probablemente parecía un loco.

hombre triste en la niebla

Mientras observaba el tarro reluciente, noté una cosa. Había olvidado el rostro de mi esposa. Recordaba su nombre. Bueno, sabía que empezaba con una K, o tal vez una C. Ni siquiera podía imaginarla en mi mente. Sabía que tenía una esposa. Sabía que me había casado. Sí, porque también tuve una hija. Tenía una esposa y una hija. Pero, en ese momento no podía recordar sus rostros, nombres, las fechas de sus cumpleaños o algún recuerdo que tuviéramos juntos.

Sabía que eran reales. Existían. Las acababa de ver aquella mañana, ¿o no? Ya ni siquiera podía recordar cómo se veían, ni cuál era su olor. ¿Cuándo tuvimos nuestra primera cita? Nos casamos, ¿verdad? ¿Qué hay de nuestro primer beso? ¿Y mi hija, o era hijo? Quizás jamás tuve uno. Pero mi novia o esposa, era real. Sabía que lo era. Aquello me estaba destrozando. El hecho de no poder verla en mi cabeza, ni siquiera recordar un solo aspecto de ella.

Me encontraba fuera del mismo edificio, pero no tenía la certeza del porqué. ¿Alguna vez trabajé allí? Debo trabajar en algún lado. Ya no sólo se trataba de la lluvia, la tormenta azotaba con un viento frío. Se impactaba contra mi rostro y me picaba la nariz y las mejillas. Anhelaba estar a su lado. Quería estar tibio. Deseaba asistir a un trabajo de oficina que me permitiera mantener un techo sobre mi cabeza. Quería todo aquello. Estaba empapado y me sentía miserable. Ya ni siquiera podía recordar a mis padres o mi infancia. ¿Alguna vez tuve amigos? ¿Por qué estaba bajo la lluvia?

Volví a observar mi mano. Todavía sostenía el tarro. Lo único que podía recordar de toda mi vida con certeza, era que esa mujer me lo había entregado. Me había dicho que se trataba de felicidad. No trajo felicidad. Tajo dolor. Compré sufrimiento. En aquel momento era más miserable que nunca antes.

Mi teléfono vibró.

Rompe el tarro, Tim.

Entre aquel cielo lluvioso y el sol poniéndose en el horizonte, juro que el tarro brillaba más que cualquier otra lámpara cerca de mí. No lo rompí porque siguiera instrucciones. Lo destrocé porque estaba lleno de ira. Lo rompí porque estaba molesto. Necesitaba una válvula de escape. Levanté el brazo por encima de la cabeza y lo bajé con un movimiento rápido, estrellando el frasco contra el concreto bajo mis pies.

Aquel aire oscuro y frío que acompañaba a la lluvia se extendió como la onda expansiva de una explosión, un estallido en el que yo era el epicentro. Observé cuando aquella luz cálida y amarilla en el interior del tarro se extendía rápidamente por el suelo y ascendía al cielo. Era como si atestiguara el génesis del universo, como si el creador acabara de chasquear los dedos y decir “hágase la luz”. Estaba envuelto en ella. Ya ni siquiera podía ver la calle, la lluvia o algo oscuro. Sentí como si me hundiera en una estrella y que iba más rápido que la luz. Era como estar sentado frente a una fogata en una fría noche de invierno, pero aquel calor placentero cubría cada centímetro de mi cuerpo.

galaxia en un tarro de cristal

Y entonces, parpadeé.

Inmediatamente sentí las sábanas cubriéndome, y mi espalda en contacto con la de mi esposa. Miraba hacia la ventana. La luz de aquella mañana penetraba por el cristal y brillaba sobre mi rostro.

Me levanté de la cama y agarré el teléfono. Era viernes por la mañana. Había un mensaje de texto:

Si alguna vez necesitas otro tarro, avísame 🙂

Llamé al trabajo para reportarme enfermo. Fui hasta la habitación de mi hija y la saludé con un beso. Le dije que no tenía que ir al preescolar ese día. Sonrío y estiró los brazos con un bostezo antes de acurrucarse y quedarse dormida.

Me volví a meter a la cama y abracé a mi esposa con fuerza. No la solté durante un buen rato. Nuestra hija entró a la habitación y finalmente nos despertó, saltó sobre la cama gritando que nos levantáramos. Ayer todo esto me hubiera resultado molesto. Ayer pude haber encontrado muchas cosas molestas, monótonas y aburridas.

Pero, hoy no. Hoy, la metí bajo las sábanas entre Kelsey y yo.

Este sería un buen día. Hoy estaba feliz.

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