El árbol de los ahorcados

Cuando la empresa estadounidense Eletronics Company Empire decidió construir su filial mexicana en nuestra ciudad, eran tan sólo un joven de apenas veinticinco años, me había titulado en informática en la universidad local y ansiaba encontrar un empleo seguro que influenciara a mi novia a dar el sí a mi pedido de matrimonio.

árbol de los ahorcados

Samari se rehusaba a hablar de matrimonio simplemente porque no tenía una estabilidad financiera, ella trabajaba como editora freelance y su padre era un hombre muy amargado, abandonado por la esposa y que veía su vida desvanecerse mientras despachaba arena en un depósito de materiales para la construcción; yo era un campesino huérfano que me sustentaba con los pocos ingresos de la cría de mis cabras, gallinas y algunas vacas lecheras en un sitio que recibí como herencia de mis padres. Un lugar que los locales consideraban un sitio maldito. A cien metros de la única casa en la propiedad, una construcción de madera dos pisos, vieja, grande y oscura, había un árbol centenario, frondoso y con una terrible fama de atraer a la gente desesperada.

Varias veces al año, algún individuo se pasaba una cuerda por el cuello y se colgaba de sus ramas, rugosas y fuertes. Yo, que tenía mi habitación en el segundo piso, estaba tan acostumbrado a la violencia de aquellas muertes que les había dejado de dar importancia – desde pequeño solía despertar algunas veces con el viento soplando de una forma solemne, y al mirar por la ventana observaba un cuerpo balanceándose solitariamente, la situación incluso resultaba poética cuando había luna llena sobre un cielo parcialmente nublado. Mis padres, cuando vivían, llamaban a la policía. Después de que ellos murieron en un accidente con nuestro viejo Ford, me tocó a mí encargarme de avisar a las autoridades.

Con el tiempo, los suicidios se convirtieron en algo tan rutinario que los agentes forenses dejaron de venir con los policías para atender los llamados. Los oficiales de policía retiraban el cadáver de la horca, lo metían dentro de una furgoneta y se iban. Ya ni siquiera se molestaban en preguntarme o averiguar. Los muertos, por lo general, eran adictos intoxicados, endeudados en los juegos, alguna joven desilusionada, un sujeto arruinado en los negocios – gente de esa clase. De vez en cuando un loco cualquiera desistía de última hora del suicidio, y salía de aquella cuerda que parecía una corbata triste balanceándose sobre las ramas del árbol. La última vez que conté las cuerdas aún vírgenes balanceándose al ritmo de los vientos de la noche, había 15 de éstas.

***

 

Samari odiaba aquel pedazo de tierra, no paraba de insistirme para que lo vendiera todo, que comprara un apartamento en la ciudad, consiguiera un empleo decente, que me volviera una persona normal, común y corriente, un ciudadano que la sociedad no considerara una aberración. La llegada de la empresa estadounidense a nuestro municipio parecía una bendición caída del cielo. Así, le comuniqué a Samari de mis intenciones laborales en la Eletronics Company Empire y, por supuesto, no cabía de la emoción. Hice una solicitud a la empresa y una semana después fui llamado para una entrevista. Fue ahí que todo parecía empezar mal – tendría que hablar con una psicóloga de la firma, y también con el director general, un gringo llamado Victor Riddick, este sujeto tenía dificultades incluso para dar los buenos días en español. En cuanto a mí, podía leer y escribir el inglés con cierta fluidez, pero no entendía las palabras y era incapaz de pronunciar la más sencilla de las frases. Mi lengua se quedaba dentro de mi boca y balbuceaba cosas ininteligibles que provocaban risa en cualquiera que estuviera cerca.

– Me informaré, quizá pueda servir como interprete – dijo Samari. Que tonto, cómo no se me había ocurrido antes. Samari hablaba inglés correctamente y ni se diga cuando se aventuraba al árabe, la lengua ancestral de su madre. Mi novia fue hasta la oficina de la empresa, pasó por varias conversaciones con subalternos hasta que llegó al director Victor Riddick – ¿Qué no podría conseguir una joven bella, inteligente y con determinación? El hombre a cargo mandó a que Samari se presentara ante él para servir como interprete.

En el día y hora pactados, Samari fue al salón de belleza e hizo un tratamiento a su largo cabello negro, se aplicó maquillaje, se puso un vestido rojo generosamente escotado, se colocó unos zapatos de tacón alto… y allí estábamos, en la entrevista, yo con un brazo en torno a sus hombros, muy orgulloso y enamorado de la mujer que era, sin duda, la más bella de la ciudad. Me sentía capaz de mover el mundo con toque del dedo meñique. Samari, pequeña delante de mis casi dos metros de altura y ciento diez kilogramos de músculo, parecía una ave indefensa frente a un cóndor. El director Victor Riddick nos recibió en la puerta de su oficina, nos condujo a dos sillones posicionados frente a un gran escritorio de madera maciza. Riddick me llamó la atención inmediatamente. No era parecido a la imagen que me había hecho de un director de una empresa el tamaño de la Eletronics Company Empire. Si no fuera porque tenía todos sus miembros de un tamaño proporcional a su estatura, podría llamarle enano. No debía pasar el metro y medio de altura, era excesivamente delgado, cabello totalmente blanco, su cara parecía un pergamino milenario lleno de pliegues, arrugas y surcos. Su edad podía variar entre los setenta y noventa años.

El director se sentó tras el descomunal escritorio y nos miró – miento, miraba a Samari, con sus piernas cruzadas y una buena parte de sus magníficos muslos magnetizando los ojos grises, pequeños y húmedos del vejete. Los dos comenzaron a conversar, Samari reía con todos los dientes, se pasaba las manos por el cabello, se esmeraba en el arte de la seducción, muy coqueta, en un atrevimiento sin precedentes. El hombre parecía estar sacando todo su repertorio americano de divertidísimos chistes, esas bromas detestables que tantas veces hemos visto en películas de comedia. Y así fue. Durante más de media hora ambos intercambiaron impresiones, hablaban de esto y aquello sin que yo entendiera ni una sola palabra. Solo fui a abrir la boca – para decir un tímido hasta luego a aquel hombre – después de que Samari y Victor Riddick se levantaron de sus asientos y se dieron un formidable apretón de manos. No fue sino hasta que empezamos a caminar por los corredores que Samari se dignó a dirigirme la palabra.

– Listo, tonto, el empleo es tuyo. Y prepárate para más buenas noticias, yo también fui contratada. Voy a ser la secretaria del Dr. Victor Riddick. ¿No es una maravilla? Ahora, en este momento, nuestro director ya debe estar telefoneando al departamento de Recursos Humanos. El personal debe estar preparando el papeleo a firmar.

***

 

Se me designó al departamento de instalación de software y una semana después Victor Riddick me convocó para una reunión en su oficina. Con Samari sirviendo como interprete, me enteré que sería el indicado para el cargo de supervisor de servicios generales. Pero, para esto necesitaba, hacer un curso de seis meses en la matriz de la Eletronics Company Empire, en Detroit. Me quedé pensando en la situación, la verdad no estaba dispuesto a ir a una tierra extraña, tenía la mentalidad de un campesino al que le costaba adaptarse. Aquella noche, en una de las habitaciones del Motel Alameda, Samari me convenció de que no debía perder la oportunidad de subir en jerarquía dentro de la empresa. Tramité mi pasaporte y quince días después estaba arriba del avión hacía una ciudad considerada por muchos norteamericanos como la más violenta de los Estados Unidos. No vi ningún tipo de violencia, sobretodo porque me quedé en el hotel reservado por la empresa. Iba del trabajo a mi habitación, durante seis meses aprendí lo que tenía que aprender en la matriz de la empresa – incluso a hablar el idioma inglés – y ni siquiera me escapé a visitar el centro de la ciudad. Era pura tristeza, nostalgia por Samari, por mis animales que se quedaron solos, al cuidado de un primo alcohólico, de mi pedacito de tierra improductivo e incluso de aquel árbol centenario y sus ramas retorcidas llenas de cuerdas que colgaban como si fueran frutos.

Regresé del curso en Detroit y rápidamente me enteré que Samari se había ido a vivir a un departamento doble en la Avenida Juárez, en el centro de la ciudad. Se había ido en compañía del vejete enano, el director Victor Riddic. El padre de Samari, en otrora el hombre más amargado que había conocido, no era más un empleado del depósito de materiales para construcción – con los bolsos repletos de dólares norteamericanos había comprado un establecimiento comercial, esbozaba sonrisas y, montado en un auto último modelo, recorría cada prostíbulo disfrazado de establecimiento de masajes. Las sorpresas no se detuvieron ahí: así que fui hasta Eletronics Company Empire para asumir mi cargo como supervisor general, fui llamado por la Oficina de Recursos Humanos, allí recibí de una empleada que era todo sonrisas, un papel firmado por el director Victor Riddic… estaba despedido. Y aún más: por razones obvias, el documento estaba tan bien escrito, tan bien redactado, tan bien articulado y apuntaba a tantas descalificaciones de mi carácter y a tanta fallas en el desempeño de mi trabajo que ni siquiera pensé en demandar. Sería mi abogadito – asignado por el Estado – contra el ejército legal de abogados amanerados que cobraban su peso en oro contratados por la maldita empresa.

Pobre y desanimado, cuando somos aplastados por los poderosos, la situación tiende a estancar la vida. Desanimado, desilusionado, masacrado por las injusticias y con la cola entre las patas volví a mi pequeño pedazo de tierra, a la compañía de mis cabras, gallinas y vacas lecheras.

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rostro maldito

Pasaron cinco años, en ese tiempo inicié una relación con una amante llamada Eunice, una granjera viuda, todavía joven, que me recibía en su casa y nunca ponía un pie en mis tierras; durante esos años mejoré un poco mi situación financiera después de invertir en la crianza de codornices y conejos, y también comencé a tener visiones con los ahorcados en mi árbol, con todos ellos, desde la época en que comencé a conocer a la gente. Me despertaba en la noche con el viento aullando, miraba por la ventana y allí estaban aquellas criaturas desesperadas balanceándose en las gruesas ramas. Un árbol cargado de cadáveres iluminado tenuemente por la luna. Nunca pude olvidar a Samari, no porque aun estuviera enamorado, sino debido a la tristeza que me provocaba su traición. Sin embargo, no la odiaba, de hecho hasta sentía algo de pena por ella, gracias a su ambición desmedida, desperdiciaba los mejores años de su vida en compañía de un viejo que podría ser su abuelo – o su bisabuelo. Mi odio se concentraba en Victor Riddick, el grandísimo canalla, era tanto odio que sobraba animosidad para los demás directores de la Eletronics Company Empire.

***

Cierto día recibí con gran sorpresa a un enviado de la dirección de la empresa. El sujeto traía un fajo con muchos dólares y la propuesta de alquiler durante una noche por mi propiedad. Me explicó que los jefes habían escuchado hablar sobre el Árbol de los Ahorcados, se divirtieron mucho con los comentarios supersticiosos que implicaban fantasmas y otras fantasías monstruosas y, por puro placer, querían hacer una gran fiesta en conmemoración del Halloween, una fiesta allí mismo, sobre mi árbol maldito. No sabía que significaba Halloween, el tipo me explicó muy bien esa tradición norteamericana al día consagrado a las brujas, era tanta estupidez junta que terminé por reírme en su cara aceptando el fajo de dinero.

El día de la fiesta de Halloween fui hasta la ciudad, compre algunas botellas de ron, conversé bastante con mis conocidos sobre las locuras de los gringos, después de muchas risas por estos imbéciles, avisé a todos que estaría en casa de mi amante, íbamos a hacer una pequeña fiesta, por si querían ir a tomar unos tragos. Compre tres juguetes para los pequeños hijos de Eunice y me fui a su casa. A la mañana siguiente fui despertado por la policía quienes me informaron: el director Victor Riddick, de la Eletronics Company Empire, fue encontrado debidamente colgando de la rama de un árbol y yo, por supuesto, era el principal sospechoso de un posible homicidio. Tenía mi coartada sólida como una roca. Allí estaba Eunice, mi compañera, para confirmar que habíamos pasado la noche juntos, bebiendo y comiendo. Incluso estaban los niños, que se habían ido a la cama por la noche y podrían testificar a mi favor. Sí señor, mi coartada era infalible.

muerte gif

Lo que nadie sabía era que Eunice había bebido tanto que ni siquiera se dio cuenta que apenas y me había mojado la boca con alcohol. Cerca de las diez de la noche puse a los niños en su cama, a las once y media Eunice dormía desparramada en el sofá, completamente embriagada. A la media noche hice el camino entre su casa y la mía a una velocidad de maratonista y, por una suerte absurda, encontré a la cúpula directiva en el final de la fiesta, había litros y litros de whisky, vodka y ginebra esparcidos alrededor del Árbol de los Ahorcados, los gringos se arrastraban por el suelo, unos vomitando, otros ya inconscientes. Esperé a que todos se desvanecieran en la bruma alcohólica, después cargué el minúsculo cuerpo de Victor Riddick por la cintura, lo eché sobre mis hombros y lo subí al árbol con una categoría y agilidad digna de un felino. Para mi sorpresa, Riddick salió de su inconsciencia y pasó a un estado sobrio en un parpadeo. Comenzó a luchar y a agitarse pidiendo ayuda. Sin embargo, sus amigos se revolcaban en su sopor alcohólico, nadie iría a ayudarlo en lo absoluto. Puse una de las cuerdas en el pequeño cuello del director, frágil como el tallo de una flor.

– My God! – gimió el infeliz.

– Sin My God, hombre – le dije. Y dejé caer al gringo. Descendí del árbol y observé al sujeto con los ojos saltones y la lengua de fuera. Un hermoso espectáculo, sin duda. Un espectáculo maravilloso. Luego volví a casa de Eunice, bebí algunas copas e intenté despertar a mi amante con tazas y tazas de café, nos reímos borrachos, bailamos alrededor de la habitación, nos tropezamos, bebimos más, felices, tuvimos sexo de una forma alucinante y finalmente nos quedamos dormidos.

Hasta ahora las autoridades no han descubierto lo que sucedió realmente en la fiesta de Halloween de los gringos. Por mi parte, desde la ventana del segundo piso de mi enorme casa de madera, frecuentemente veo al espectro del director Victor Riddick, entre los demás suicidadas de otras épocas, balanceándose suavemente en la punta de la cuerda, azotado por el viento nocturno y pálidamente bañado por los rayos de la luna. Es un éxtasis.

Athayde Paula

14 comentarios en «El árbol de los ahorcados»

  1. buena historia como a la mitad, me senti leyendo una orno, cuando la novia y el director estan risa y risa y mandan al chavo a estudiar, despues se compuso, le doy un 8 muy buena

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