La Casa de los Oidores

Sobre la calle de Bolívar, a mediados del siglo XVI, existía un edificio de dos pisos. Se trataba de una construcción muy conocida en la ciudad de la Nueva España porque era el lugar de los Oidores, o sea, los funcionarios del Santo Oficio. Y para tener una idea de lo que se hacía en este lugar, basta con decir, que aquí se acordaban los castigos que se les daría a los herejes, brujos y relapsos.

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Francisco de Goya Tribunal de la Inquisición

Estos hombres eran perversos e imaginativos, pues de ellos dependía la supuesta tranquilidad del país. Bajo este pretexto, estaban sedientos de torturas que imponían a todas aquellas personas que profesaran una religión contraria a la católica o que practicaran métodos curativos que eran calificados como brujería.

Otra de las canalladas del llamado Santo Oficio era que a menudo reprendían a aquellos que lograban hacer una fortuna a base de su trabajo, siendo esto utilizado como un instrumento para desposeerlos de todo, ocasionando con ello, que muchos prefirieran donar sus bienes al clero antes que ser ejecutados injustamente.

Uno de los hombres más sanguinarios de los que se hablaba en la Nueva España por su sadismo y gran dureza en sus decisiones en el Santo Oficio y que muchos temían era Pedro de Montoya. Por sus manos rodaron las cabezas de muchas personas, y todos cuantos llegaban al Nuevo Continente sabían que tenían que cuidarse específicamente de él.

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Durante la gestión de este hombre, muchas personas perdieron sus bienes, lo cual despertó el descontento de la gente, y empezaron a sospechar que las nuevas condenas no tenían ya nada que ver con la brujería, sino que más bien se habían convertido en el pretexto perfecto para hacerse de riquezas ajenas.

Fue entonces cuando el virrey mandó cerrar dicha casa, al mismo tiempo que condenó a Montoya bajo sus mismas torturas (despojarlo de sus bienes), además de ser destituido de su cargo. Años más tarde, se dice, el hombre murió en la más penosa de las miserias.

La Casa de los Oidores estuvo cerrada por muchas décadas, hasta que en 1711 se alojaron provisionalmente en ella los misioneros del Espíritu Santo, dada la insuficiencia del cercano convento de San Francisco. El día de la mudanza, todos los frailes se dieron a la tarea de limpiar el polvo y las telarañas que se había acumulado con el paso de los años, pero el trabajo fue tan arduo que la noche los sorprendió con todo en los pasillos.

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Pero esto pareció no importarles, porque encontraron propio el antiguo salón de los Oidores para dormir; allí metieron sus camastros, al tiempo que acomodaron en cajas de madera todos los archivos que había del Santo Oficio y colocaron enfrente la mesa de reunión de esos temibles hombres.

Cuando estaban dispuestos a dormir, uno de los frailes les pidió que abandonaran sus hábitos normales y se entregaran al sueño, porque el día siguiente no sería menos cansado.

—Tiene usted razón —dijo un fraile que leía una Biblia—. Será mejor que apaguemos las velas y descansemos todos al mismo tiempo.

Apagaron las velas y todos se dispusieron a dormir, pero al cabo de unos minutos, un extraño ruido los despertó.

— ¿Alguien sabe de dónde proviene ese ruido? —dijo uno de los frailes alarmado.

—Hace rato que se escucha —dijo otro.

—Parece que es sólo la madera vieja —dijo un tercer fraile despierto.

—Pero para ello necesita alguien caminar sobre de ella —dijo el primer fraile—. ¿Quién será?

Los ruidos se fueron haciendo cada vez más claros y, en efecto, parecían unos pasos que se aproximaban hacia ellos.

— ¡Los ruidos se acercan! Enciendan una luz para ver qué es lo que se aproxima.

Pero la vela que encendieron apenas si alumbraba y aquellos pasos se hacían cada vez más claros y cercanos.

—Todos enciendan sus velas —ordenó uno de los frailes.

Cuando todos encendieron sus luces, descubrieron un montón de ratas que espantadas corrían en todas direcciones.

—Son ratas —dijo descansando uno de los frailes—, ahora sí podremos dormir tranquilos, pues estos animales ningún daño nos harán.

Apagaron sus velas y volvieron a conciliar el sueño, ahora familiarizados con los ruidos que hacían las ratas, sabían que aquellos pasos no eran para alarmarse y podían descansar con toda confianza; sin embargo, llegada cierta hora, las ratas corrieron asustadas y un triste silencio se dejó sentir por toda la casa; era como si se presagiara algo. Luego, un ruido diferente se escuchó con estruendo.

— ¿Escucharon eso? —preguntó el único fraile que se levantó de repente.

Nadie le respondió porque todos estaban tan dormidos como para escuchar ruido alguno. Pero aquel fraile no conciliaba del todo el sueño y pronto se dio cuenta de que algo o alguien se sentaba en los sillones que ocuparan hacía tiempo los Oidores. El fraile temblando tomó su vela y la encendió, recorrió con ella cada uno de los sillones, pero nada; no halló nada, a excepción de una rata muy grande que estaba sentada en el asiento principal.

“¡Es horrible! —se dijo—. Pareciera que me mira con malicia.”

Tomó un libro e intentó con él asustarla, pero esta rata a nada parecía temerle; el padre decidió aventarle el libro y sólo así pudo conseguir que saliera huyendo por una extraña cuerda.

“¿Para dónde irá esa cuerda? —se preguntó el fraile al mirarla perderse en uno de los muros—. La rata subió por ahí. ¿Hasta dónde llegará? Y, ¿por qué sólo mi libro sagrado pudo hacerla huir?”

Lleno de dudas y angustia, el fraile tomó la vela y comenzó a caminar, pero la oscuridad de la casa era más que la débil luz que provenía de su casi extinguida vela, por lo que decidió regresar a la cama, pensando que con la luz del día le sería más fácil buscar el lugar hacia donde se había ido la rata siniestra.

Al llegar la mañana, el fraile se olvidó automáticamente del asunto y se entregó a las labores de limpieza. Unas horas después, uno de los frailes gritó para que todos se acercaran, había encontrado una inscripción en uno de los muros y deseaba que los demás la vieran también. Pero no era el único, pues al revisar los muros con detalle se podían apreciar muchas de estas inscripciones, las cuales en su mayoría decían:

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Todo aquel de nosotros que se exceda en sus castigos, será castigado también. Y la campana del perdón no será repicada hasta que su alma sea purificada.

Esas palabras inscritas en la pared despertaron la curiosidad de los frailes, por lo que le pidieron a su superior que les dijera el significado. Éste los condujo hasta el salón de los Oidores y dijo:

—Esta cuerda hace tañer una campana… la campana del perdón, y la tocaban los Oidores cuando el reo, condenado al cadalso era perdonado; su sonido es tan fuerte que se puede escuchar hasta el edificio de la Santa Inquisición.

— ¿Y la campana fue tocada alguna vez? —preguntó un fraile inquieto.

—Sí, y muchas almas fueron salvadas, ya que al escuchar sonar la campana once veces, se entendía por perdonada la condena.

Estas explicaciones fueron tan extensas que la noche les cayó por sorpresa. Y ya estando nuevamente en sus camas se volvieron a escuchar las ratas que deambulaban por todo el lugar. Pero a la misma hora de la noche anterior se dejó escuchar aquel silencio estremecedor. Aquel fraile que no podía dormir y que recordó lo acontecido, se incorporó y alumbró una vez más el sillón principal; ahí se encontraba la enorme rata, que lo veía con un brillo de ojos aterrador. Cuando el fraile se buscó en la túnica no halló su libro. De inmediato tomó el agua bendita que habían dejado y la arrojó sobre del animal, quien corrió una vez más asustado. Ya no había duda, aquello no era algo normal.

Casi al instante, las ratas volvieron a salir. El religioso se calmó al verlas, pues con su presencia sabía que todo estaría en calma.

De esta manera pasaron cuatro días hasta la quinta noche. Era la hora de la cena y uno de los frailes no se sentía bien como para bajar a cenar, por lo que decidió quedarse solo en el salón de los Oidores. Estaba muy entretenido leyendo, pero al cabo de unos minutos un extraño impulso lo hizo levantarse y caminar hasta la mesa de los Oidores. Ahí tomo asiento en aquel extraño sillón.

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Las ratas comenzaron a salir de entre las paredes, aunque al cabo de unos minutos ya no estaban más, pero el fraile que estaba muy entretenido no le dio importancia al hecho. Luego de unos instantes, sintió que alguien lo observaba; al levantar la vista vio una horrible aparición, algo que parecía ser el fantasma de uno de los Oidores que no le quitaba la vista de encima. El fraile salió corriendo sin poder evitar los gritos.

“¡Lo he visto!” —decía con débiles palabras.

— ¿Qué sucede hermano? —dijo uno de los frailes que se encontraban cenando—. Debes calmarte y decirnos lo que sucede.

— ¡Un fantasma! He visto el fantasma de uno de los Oidores.

El relato coincidió con lo que el otro fraile había presenciado, pues después del silencio incómodo aparecía aquel ser despreciable. Por ello no tuvo más remedio que decir que él también lo había visto, aunque de una forma diferente.

—Lo he visto como una rata gigantesca —les dijo a todos—. Sé que suena extraño, pero juro que así es. Aquel ser nos ha estado vigilando.

—Son figuraciones de los dos —dijo el fraile mayor—. Nada de eso puede estar pasando. Quizá se han dejado intimidar por las viejas historias. Pero si me acompañan descubriremos que ahí no hay nada.

Los frailes caminaron hacia el salón de los Oidores, pero todo estaba en calma.

— ¿Ven? No hay por qué preocuparse. Ahora todos descansen —finalizó el fraile molesto.

Al día siguiente, los religiosos continuaron su labor de limpieza, sólo que esta vez ya estaban por acabar cuando tuvieron que mover los cuadros que colgaban Todavía de las paredes; les faltaba uno, el cual estaba situado en el ala oeste. Al descolgarlo un frío se dejó sentir por toda la casa.

— ¡Son los Oidores! —pensó uno de los frailes.

— ¿Qué sucede? —preguntó el fraile mayor al ver que algunos se quedaron quietos.

—El frío se sintió cuando yo descolgué el cuadro —dijo uno de los frailes.

Con esto llamó la atención de todos, quienes se acercaron para contemplar la pintura.

— ¡Ese es el hombre! —Dijo el fraile joven al ver la pintura—. Es el hombre que estaba anoche a mi lado.

El fraile mayor ya estaba cansado de tanto escuchar, así que tomó el cuadro y lo limpió para ver la inscripción que tenía atrás. Todos se quedaron perplejos cuando se dieron cuenta de que se trataba de Pedro de Montoya, aquel hombre que había muerto en la pobreza y quien fuera tan temido en la Nueva España.

—Si es como ustedes dicen y Montoya anda penando, es nuestro deber mostrarle el camino —dijo el fraile mayor.

Esa noche todos los frailes se quedaron despiertos para acabar de una vez por todas con aquellas supuestas apariciones. Cuando dieron las doce de la noche, las ratas se dispersaron asustadas, tal y como lo había descrito uno de los frailes, luego se dejó sentir aquel incómodo silencio. De una de las cuerdas bajó aquella enorme rata. Al posarse en el asiento principal tomó la forma de un hombre.

—Agradezco su ayuda —dijo el espectro.

— ¿Cuál es tu condena? —preguntó el fraile mayor.

—He vagado por este lugar todos estos años, pues el destino me cobró más de la cuenta.

— ¿Cómo podemos ayudarte?

—Tocando la campana del perdón, pero después de una procesión con el Santísimo, en la que ustedes deben orar por mi alma.

—Así será.

Aquel espectro se desvaneció y en su lugar quedó esa enorme rata, quien al verse indefensa corrió hacia la cuerda. Más de un fraile se desmayó de la impresión, pero había que cumplir con la petición del muerto.

Durante tres viernes se celebró la procesión en voto del alma del Oidor Montoya, pues sus pecados habían sido tantos que una procesión no sería suficiente. Cuando las oraciones parecieron tener efecto, sin que ellos tocaran la campana del perdón, ésta se dejó oír por toda la calle.

— ¡Escuchen!, es la misericordia del Señor —dijo uno de los frailes.

Y así, de acuerdo con la leyenda, nunca más se volvió a ver esa siniestra rata en la Casa de los Oidores, así como tampoco se volvió a saber sobre un fantasma, por lo menos en aquel lugar.

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