5 grandes pensadores con finales tristes

Si buscamos entre las biografías de los hombres ilustres, son pocos los grandes pensadores que llegaron al final de sus días con esperanzas, compartiendo felicidad con los suyos. Tal vez Platón a sus 80, o Sócrates, resignado dando sorbos mortales a la cicuta. Quizá los filósofos cristianos esperanzados con el paraíso. Kant a sus 79 años, sumido en la demencia del Alzheimer. Pero estas son excepciones, son múltiples los ejemplos de depresiones, suicidios y desilusiones entre los grandes de todos los tiempos.

pensadores finales tristes

Desde Heráclito el oscuro y ermitaño misántropo, el Aristóteles desterrado de Atenas, un Giordano Bruno entre las llamas de una hoguera, Maquiavelo lamiendo botas, Descartes escapando de todos, Hobbes con el miedo como compañero, Schopenhauer devastado por la depresión, Cioran podrido en amargura, Deleuze saltando por la ventana, etc. Hoy te presentamos la historia de los tristes finales de cinco grandes pensadores.

 

Friedrich Nietzsche (1844 – 1900).

La inteligencia fue una de las más grandes maldiciones para Nietzsche. Excluido desde su infancia, rodeado de beatas melancólicas, joven taciturno y solitario, adulto fracasado, enfermo incomprendido. Atormentado, pensó en cosas “más allá del bien y el mal”, plasmó la inteligencia en un papel, escribió mucho, aforismos, poemas filosóficos capaces de provocar aneurismas, publicó en vida, pero nadie lo leyó. Nadie lo entendió, nadie quiso entenderlo. De la misma forma que su Zaratustra se aisló en sí mismo, en la arrogancia de su ser por encima del hombre.

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Atormentado por migrañas terribles, perdiendo la vista y la cordura, fue de un lugar a otro buscando la paz en el mundo, en diferentes paisajes bucólicos, a sabiendas de que su guerra era interna. Triste y abandonado por todos, incluso por sí mismo, se encontró en Italia como huésped de un simple cuarto con un catre y una silla, con un baño colectivo en el corredor. Un día, entre sus pensamientos que se encajaban como alfileres, escuchó a un caballo que era azotado en la calle. Los gritos se dirigían al indefenso animal, el látigo estallaba y la sangre volaba por todos lados.

Los transeúntes pasaban sin notar la escena, cada uno preso en sus mezquinas responsabilidades. Nietzsche salió a la calle, apretando los dientes y gruñendo blasfemias contra el torturador. Ese era el fin del filósofo más grande que había visto el mundo desde Kant: abrazado al caballo, llorando y gritando su desesperación. Finalmente se desmayó. Cuando despertó era nada, un catatónico Nietzsche sin frases ininteligibles, de mirada estática, babeante.

Murió una década después, bajo los cuidados de su hermana Elizabeth Förster-Nietzsche, aquella que no le compartió la inteligencia y que, a falta de ella, sirvió a la terrible interpretación de Nietzsche por el nazismo.

 

Karl Marx (1818 – 1883).

El joven Marx se casó con una dama de alcurnia, aristócrata: Jenny von Westphalen, y con ella tuvo siete hijos. De estos casi la mitad llegó a la adultez, las tres niñas, los otros murieron en la primera infancia consumidos por la miseria. Huyendo de la represión la familia de Marx dejó Alemania, después Francia y Bélgica para finalmente instalarse en Soho, Londres

En aquella época era el barrio más marginado, sucio y pobre, donde no se podía pagar más barato. Estaba a años luz de las galerías de arte, tiendas de chucherías y pubs que hoy dominan las calles de Soho. Marx pasó una década sumido en la miseria, hundiendo cada vez más a su familia en la desesperación pues se rehusaba a trabajar en cualquier empleo que no fuera intelectual.

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Al final, la herencia de los Westphalen los alcanzó y llevó el sosiego económico de la ironía: ese mismo Marx que pregonaba el fin del derecho a la herencia, fue socorrido por la parte que le tocaba a su mujer. Pero la tranquilidad del dinero llegó muy tarde, acompañada de una enfermedad que devastó a su mujer a simple vista. Las hijas tomaron su propio camino, ya solo quedaban los cigarros de Karl y los remedios de Jenny

Cuando ella murió, quedó el viejo barbudo, rodeado de multitud de papeles y anotaciones, atestado de furúnculos, con dificultad para respirar por el humo que le había carcomido los pulmones, hundido en la soledad y en la paranoia, viendo enemigos que brotaban de cualquier parte. Cuando encontraron su cadáver, postrado en la mesa de trabajo, sosteniendo una pluma llena de tinta, estaba irreconocible, seco, agrietado, triste.

En nada asemejaba al semblante revolucionario que ilustró los panfletos durante el siglo XIX. De las tres hijas que llegaron a la adultez, dos se suicidaron tras la muerte de su padre, de la misma forma, inyectándose veneno en las venas.

 

Michel Foucault (1926 – 1984)

Foucault vivió dos vidas: la superficial – llena de apariencias, desde una juventud en el catolicismo hasta un estrellato académico – y la de las profundidades – en el bajo mundo, desde el odio a su padre hasta los guetos de drogas y pequeños infiernos sadomasoquistas. En apariencia, Michel Foucault fue brillante, quizá el pensador más prodigioso de la filosofía contemporánea, publicó varios libros, se volvió un referente obligado para los estudiantes de filosofía, historia, sociología, políticas y cualquier otra disciplina de las ciencias humanas. Una bibliografía obligada en cualquier biblioteca de cualquier universidad del mundo. Un pensamiento fuerte, organizado, profundo, arqueológico, inevitable.

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Sin embargo, fue esa otra vida lo que le maldijo la existencia. Escondido tras una máscara, Foucault se colaba por las esquinas, por las sombras del bajo mundo para encontrarse a sí mismo. Bajando por esas escaleras, el pensador se convertía en otro, degenerado, drogadicto, un hombre sediento de encuentros sexuales con extrañas criaturas de la noche, él mismo era una de ellas.

Experimentaba al límite entre el más radical de los erotismos y el flirteo con la muerte, con el peligro de encuentros con extraños, y lo más asustador, consigo mismo. Se encontró, divirtió y vivió en ambos extremos, se entregó totalmente. Atrapó el mal de la época por la vena del deseo, languideció de SIDA en los años siguientes, atormentado por las elecciones que le habían dividido la vida y el pensamiento.

 

Max Weber (1864 – 1920).

La depresión fue una fiel compañera de Weber durante toda su vida. Tuvo al menos dos grandes crisis: la primera, en el transcurso del siglo XIX al XX, lo alejó de la universidad, del trabajo y de la casa (cualquier rico cuando está deprimido viaja). La segunda le arrancó la vida, precipitándolo a una neumonía que resultó fatal. De una familia burguesa acomodada, Max Weber fue un intelectual por vocación, según lo describiría él mismo en uno de sus clásicos: “La ciencia como vocación”.

Produjo bastante, estudió demasiado, todo, desde religión hasta música. Escribió una de las obras más grandes jamás publicadas. “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, en la que puso a la sociología de cabeza para romper con los rancios conceptos de Marx y contrariar, al mismo tiempo, los cánones del positivismo francés.

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También fue una figura pública activa, incluso como consejero alemán del ultrajante Tratado de Versalles, frente a la derrota de la Primera Guerra Mundial, un cargo que lo ataba de manos e inteligencia y que le provocó un trauma que lo acompañó hasta el día de su muerte. En la guerra había servido como oficial en hospitales militares, vio de cerca el horror en forma de cuerpos mutilados, desfigurados y cadáveres; en la derrota le tocó firmar el tratado de rendición más humillante de la historia.

Nunca se recuperó. Volvió a la investigación, a las conferencias, a las clases, revisó y reeditó sus grandes obras, luchó durante más tiempo pero al final, resignado, se rindió. Tuvo su segunda crisis, se hundió en la depresión, no soportó la falta de un sentido ni el “desencanto del mundo”. Cayó enfermo y, desilusionado, se entregó a una neumonía que penetró su dura coraza de acero.

 

Sigmund Freud (1856 – 1939).

En el año de 1938, Freud abandonó Viena para refugiarse en Londres, tras la ocupación nazi de Austria. Murió un año después, a los 83 años, triste y decepcionado, desilusionado con la civilización, pelando su última guerra, abatido por el cáncer. Freud dejó atrás amigos, hijos e interlocutores. Fue a Londres con su esposa y su hija, Anna, con las que compartió su soledad, casi en silencio, debido a la enfermedad que le desgració el paladar, laringe y boca.

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Su perro lo abandonó debido al mal olor del cáncer, que le confundía la nariz. La soledad no llegó a su punto máximo tan solo porque Anna Freud, con un amor casi maternal por su padre, se quedó a su lado hasta su último aliento, embriagado en morfina. Las cuatro hermanas serían ejecutadas en campos de concentración, aunque él ya no estaba vivo para verlo.

 

8 comentarios en «5 grandes pensadores con finales tristes»

  1. Muy buena compilación de finales, historias tristes llenas de sabiduría que por entregarse a su trabajo, sus instintos y convivir con individuos superfluos y voraces de banalidades desgastan un intelecto que no precisamente es muestra de inteligencia, fueron buenos pensadores pero no inteligentes en toda la extensión de la palabra, o tal vez al extremo dependiendo como se vea, pero sea como sea han dejado su trabajo que con el paso del tiempo ha servido para darle forma a este pensamiento colectivo, al movimiento social y toda la historia que se inspira con sus obras, triste es saber que grandes pensadores han muerto en el olvido, cuando otros se hacen famosos por idioteces sin beneficio mas que para ellos mismos (y como dice mi abuelita) “cosas peores se verán”.

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  2. manita arriba si Michel Foucault se parese a el doc, pero rapado…rapido marty, la locura me alcanza…..ok fue mal chiste…

    que triste final, no lo sabia…heryyyyyyy, deberias publicar, el final de los otros pensadores que comentas…..tambien el final de tesla fue muy triste

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  3. ah que loco. Esto solo demuestra que el ser humano en su mente pensará ser superior pero al final estamos atados a las debilidades de nuestra humanidad. Jodidos pues.

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