Un crimen poco común – Creepypasta

¿Cuál es el valor de la vida humana? ¿De qué se vuelve capaz el hombre cuando cae en sus instintos más bajos? ¿Cómo sentirse seguro en un mundo donde el mayor regalo que nos dio Dios, llegó a un precio tan bajo? ¿Quién de nosotros no se sintió completamente desamparado por la noticia de un crimen por motivos tan triviales y, peor aún, quién de nosotros nos se olvidó del asunto al poco tiempo? ¿Será que estamos viendo los antecedentes a los últimos días o nuestra memoria selectiva se esmera en la negación irracional de la verdadera naturaleza del hombre? Mejor (o peor) aún ¿Es real el final de los días? ¿Dios? ¿La vida humana es la experiencia más inútil y sin sentido que existe?

parada-autobus

Pero dejemos estas cuestiones a los hombres de sabiduría, pues lo que aquí pretendo relatar nos es más que mi historia. Solía vivir en una de esas grandes ciudades mexicanas. Ahora todo es mucho más confuso en mi mente y ya no puedo recordar el nombre. Joven, honesto y trabajador, laboraba arduamente cada día para ayudar con el sustento de mi familia desde hacía algunos años, postergaba mis ilusiones de un posgrado antes la necesidad inmediata de tener que comer y pagar las facturas. Siempre me despertaba cuando tenía que estar dormido, con el amargo sabor del fracaso, que a muchos nos hace vivir en una contienda diaria entre la depresión y la rebelión. Cada día, cada maldito y santo día, me despertaba temprano para tomar el autobús en una parada cerca de mi casa.

Ahí siempre estaba una mujer con un niño, vestido con un uniforme del colegio público de unos 10 años de edad. Un hombre con cara de preocupación, con una mochila a la espalda que siempre miraba por encima de su hombro o se alteraba con cualquier ruido alto que aparecía. Y un vendedor. Personas como yo, que se matan todos los días para intentar quitarse el gusto a mierda de la boca. Personas como alguna vez fui, vestido con un uniforme escolar, soñando en ser presidente o astronauta, sin saber que el destino solamente postula a algunos cuantos elegidos, relegando a la mayoría como siervos (u obreros dependiendo de la región y del país) de la pirámide social. Personas con miedo de todo, en estas malditas grandes ciudades en que la violencia es como un cáncer en estado de metástasis. Personas siempre dispuestas a vender y a venderse por las mínimas condiciones de supervivencia.

Pero continuemos. Ese día en particular, me desperté muy tarde y salí de casa sin desayunar. El tiempo parece ser una maldición para los hombres modernos. Ya en la parada del autobús, me di cuenta que nunca había notado lo que ofertaba aquel vendedor. Por una curiosidad repentina, me aproximé a su carrito. Estaba cubierto con una lona. Pero como ya había notado mi aproximación, y tenía mi cara de bobo mirando al carrito como un niño, decidí preguntarle que era aquello. Entonces el hombre retiró la cubierta y me mostró las guayabas más suculentas y grandes que había visto (de verdad, eran una guayabas gigantes). Sonriendo me dijo: “Guayabas muchacho. ¿Y son o no las más hermosas que has visto? Vendo en el centro desde hace muchos años y no hay nada mejor por ahí, por eso los clientes me son fieles”. En aquel momento la vista de las frutas se sumó al hambre que sentía por no haber desayunado e hizo que mi estómago gruñera con desesperación. Entonces se me presentó un dilema.

Al tener solamente MXN$20 pesos, no podría tomar el autobús si compraba una de aquellas guayabas, y me encontré hablando conmigo mismo. Carajo amigo, ¿tomaré el autobús o me comeré la guayaba? Fue entonces que vino a mi boca nuevamente ese sabor a fracaso. Imagínate, tener hambre por un empleo de porquería que ni siquiera me permitía comprar un aperitivo. Un trabajo que debería darme lo suficiente para vivir y no apenas para sobrevivir. Una droga de ocupación que no me permite tener tiempo para nada más que dormir. ¿Realmente el tiempo está contra el hombre, o seremos nosotros, víctimas de nuestros propios delirios de grandeza y deseos de riqueza, quienes vivimos intentando exprimirlo un poco más? ¿Valió la pena tanto esfuerzo para una recompensa tan mediocre? ¿Todo por un pequeño burgués que consume mis fuerzas con la fantasía de escalar la pirámide siempre pisoteando a personas como yo, sin importarle mis sueños? Hoy no, hoy saciaré mi deseo más inmediato y haré una hermosa caminata al trabajo llegando a la hora que a mí se me antoje llegar. Y estaba dispuesto a mandar al diablo a mi jefe y a su empleo en caso de que se enfadara conmigo. Pagué la guayaba y levanté bien alto la frente, como un trofeo de mi actitud. Finalmente había hecho algo pensando en mí mismo.

Solo entonces noté a dos hombres observándome desde un callejón cercano. El sujeto de la mochila también los vio y se mantuvo observando la escena mientras los dos me llamaban. “Acércate, acércate, acércate hermano”. En ese momento mi corazón se disparó, sintiendo que algo andaba mal. Pensé en salir corriendo pero ese es el problema de vivir en una comunidad violenta (si es que aún existen comunidades tranquilas). Seguramente ya los había visto antes, sabían que yo esperar allí el autobús todos los días, entonces, ¿por qué pospondría su sedeo? Puede que no sea nada, pensé, a pesar de que percibí algo diabólico en sus miradas y de haber sido invadido por una violenta inquietud. Me aproximé lentamente mientras se adentraban un poco más en el callejón. Tan pronto como llegué al lugar, percibí suciedad y un fuerte olor a crack que emanaba desde dentro (no, no conozco el olor por experiencia propia pero ya lo había sentido varias veces. En algunos lugares es más abundante que la peste de excremento saliendo de las coladeras).

Tan cercano todos los días, aquel pedazo de infierno que acostumbraba a ignorar, hoy pedía atención a pesar de que algo dentro de mí me decía que saliera. Mis pensamientos fueron interrumpidos cuando uno de ellos pasó la mano por mi guayaba con una sonrisa asquerosa, esas que hacen y que piensan que todo el mundo debería temer, entonces me dijo: “Es mía, mi guayaba, hermano”. Mis ojos se llenaron de lágrimas ante la falta de respeto y hablé con una voz ahogada: “Vamos hermano, regrésamela”. Eso solo incrementó la sonrisa del canalla que mientras tomaba la guayaba con una mano con la otra me mostraba un bulto sobre la cintura, bajo su camisa. El bastardo repitió: “Es mía, mi guayaba, hermano.”

Terminar la frase y hundir los dientes en mi fruta fueron actos sucesivos del canalla. Confieso que lloraba de odio delante de tamaña indignación. La voz me faltaba y mis manos se crispaban mientras me decía a mí mismo: Maldita sea viejo, el perro mordió mi guayaba. Maldita sea viejo el perro robó mi guayaba. Entonces, más que nunca sentí aquella amargura que me provocaba el sabor podrido de la mierda, de la mierda que todo el maldito día somos obligados a tragar, y fue ahí que algo dentro de mí estalló mientras lloraba sin restricciones. ¡Hoy no! Como alguien poseído, tomé con mis manos la garganta del sujeto y ni siquiera me di cuenta cuando su compañero se llevó las manos a la espalda. Por un instante, por un breve e insignificante momento, me sentí libre de las ataduras de la sociedad. Un gigante resoluto, aplicando la justicia que todos saben es bien merecida mientras sentía los huesos y músculos contrayéndose entre mis manos. Me deleitaba con el terror en sus ojos al descubrir que no todos tienen miedo de sus demostraciones innobles de falso poder. Me sentía Dios en su trabajo de castigar a los injustos. Sí, existía Dios, yo era Dios. Y entonces el estallido, el deslumbramiento, algo me mordió en la espalda y su mordida era caliente. Mis manos aflojaron y confieso que en aquel momento no entendí lo que estaba pasando. El sujeto me quitó de encima y me acordé de la mordida. Miré a un lado de mi cuerpo, debajo del brazo izquierdo y vi un pequeño agujero del que brotaba sangre. Solo cuando vi al compañero ayudando a levantarse al bastardo con un revolver en la mano fue que mi mente tuvo conciencia de lo que había sucedido. Me habían disparado, a causa de una guayaba. No, ya no era Dios.

Los segundos posteriores fueron caóticos, casi como un sueño y sin embargo extremadamente claros (aunque esta claridad de entendimiento solo vino después de que todo acabó). El tipo de la mochila, que había seguido la escena a la distancia, pareció despertar después del estallido y, mientras intentaba incorporarme, vi cuando sacó un arma. En aquel estupor de la “caótica claridad”, finalmente comprendí el comportamiento tan temeroso que cité al comienzo y aquella mochila. Un uniforme escondido, fruto de una sociedad que aprendió a perdonar a los malos y a castigar a los buenos. El miedo constante de ser reconocido en su propia comunidad. Comprendí todo eso en el lapso en que sacó el arma y dijo: “¡Quietos, Policía!”. Pero los que viven en el crimen saben que la muerte los acompaña. A pesar de que estaba en la mirada del polizonte, el sujeto comenzó a levantar el arma en su dirección. Bueno, hizo el intento porque fue alcanzado por dos tiros en el pecho mientras yo me arrastraba en dirección a la parada del autobús.

La mujer con el niño (que pensándolo bien ahora, nunca les pregunté sus nombres, a pesar de que eran mis compañeros diarios en aquella parada de autobús) parecía que simplemente se había perdido en la situación y apenas pudo tomar al niño al mismo tiempo que gritaba desesperadamente. Ella no vio cuando el segundo maleante, aquel mismo hijo de perra que había mordido mi guayaba, se echó hacia atrás para usar a la mujer como escudo mientras sacaba el arma,. Con la línea de tiro obstruida, el policía fue incapaz de tirar. El bandido no.

Sin ninguna preocupación por la vida ajena, vació el tambor de su revolver mientras el policía saltaba y rodaba al medio de la calle. Cuatro disparos erraron el objetivo, otros dos no. Uno fue a parar al muslo izquierdo del policía y el otro en la nuca de la mujer que nada tenía que ver con eso. Ya casi llegando a la parada de autobús, vi cuando su cuerpo se desvaneció por encima del niño que temblaba y lloraba gritando. “¡Mi mamá no, mi mamá no!”. El tipo de las guayabas tirado debajo del carrito, mientras el policía, aunque baleado, tuvo tiempo de hacer su maniobra y conseguir una línea de tiro limpio. Un único disparo, justo en la frente, y fin de la historia como se dice. Lo que no le dio tiempo en medio de la calle, fue de salir del camino del autobús que llegaba justamente en aquel segundo y en cuyo interior había un conductor que percibió la situación demasiado cerca y decidió pisar a fondo el acelerador para pasar de largo por el lugar. Parece que quienes viven combatiendo al crimen también viven encarando a la muerte.

Al final pude apoyarme débilmente en el carrito de las guayabas mientras la vista se me nubló, metí la mano debajo de la lona en busca de lo que me pertenecía por derecho. Tomé una de aquellas frutas y me disponía a morderla cuando di mi último suspiro. El tipo del carrito ya estaba de pie nuevamente cuando mi razón se detuvo delante de él, otros cuatro cadáveres y un niño atónito aferrado al cuerpo de su madre. No hubo ningún túnel con luz al final, solamente un sentido súper consiente de que había llegado la hora, y de mí mismo poniéndome de pie mientras el populacho se aproximaba para acompañar la cotidiana escena de violencia. Nadie me vio y, contrario a lo que se ve en las películas, no tuve ninguna duda sobre mi situación. Lo extraño es que, además de los vivos, no vi a nadie más. Ni al policía, ni a la madre, ni a los delincuentes. Algunos días después, asistí a mi velorio y vi la desesperación de mi familia con mucha tristeza, pero conforme por saber que más tarde ellos se resignarían y seguirían adelante como lo hacen todos. El nido de ratas que había en el callejón, obviamente se volvió una locura al día siguiente, dejando un saldo de tres muertos de lado de los drogadictos del lugar y tres usuarios que estaban en el lugar en el momento de la venganza, lugar incorrecto en momento equivocado, supongo. Y el niño, bueno, desde hace algunos años lo he acompañado y vi como su comportamiento cambiaba mientras se quedaba con sus abuelos. Hoy escribe sobre la tristeza e inutilidad de la vida mientras llena su habitación con las fotografías de los tiradores de Columbine. El próximo sábado comprará su arma con un contacto que consiguió y en seguida enfrentará a los cretinos de su colegio para que aprendan lo raro que realmente puede llegar a ser un huérfano. Y el cáncer continúa esparciéndose mientras un fantasma con una guayaba se mantiene aterrorizando una parada de autobús.

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10 comentarios en «Un crimen poco común – Creepypasta»

  1. El tìtulo debería ser “Por una guayaba” jajaja, de lo demás, lo que me parece menos creible es una guayaba de 20 pesos, o entendieron mal y como solo traía 20 al comprarla ya no se completó pal pasaje

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  2. La historia en si es buena porque muestra puntos sensibles de la sociedad actual, aunque las consecuencias y sucesos son un poco inverosímiles y poco creíbles ya que nadie en sus cabales pelearía por una guayaba que cueste 20 pesos.

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    • si pelearia alguien que esta hasta la madre de todo y por ese arranque no pensaria las cosas, te invito a leer un poco de nota roja pero constructivamente y te daras cuenta que mucha gente mata o la matan por cosas insignificantes
      “las consecuencias y sucesos son un poco inverosímiles y poco creíbles” no lo creo, por casualidad, cayo en mis manos un periodico de los 80s hablaba de un hombre decapitado, que aparesio en un mercado del df, al investigar se dieron cuenta como fue, resulta que estaban tomando y uno de ellos pidio que le dieran de tomar varias veces y el otro borracho se aloco y lo mato decapitandolo con un machete
      asi de inverosimil pero sucedio

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  3. tengo años siguiendo esta pagina y siempre he encontrado buenas historias que me levantan el animo o me ayudan a seguir mi día a día estas es unade ellas gracias hery sigue asi

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