Un caballo entra a un bar

Un caballo entra a un bar y los presentes hacen todo por ignorarlo. Esta rutina se repite una y otra vez desde hace ocho meses, cuando apareció por primera vez. Los clientes se enfocan en sus bebidas, intentando ignorar el torpe ruido de los cascos mientras se desplaza lentamente. Algunos tragan saliva, otros comienzan a sudar. Escuchan cómo el caballo alcanza la barra, pero solo lo imaginan, pues no se atreven a mirar.

Un caballo entra a un bar1

Intentan ignorar su postura erguida y lo mucho que le cuesta dar cada paso. Tampoco se fijan en su traje de tres piezas, con las costuras toscas y forzadas por tener que soportar casi una tonelada de carne. Mucho menos ponen atención a sus patas delanteras, amputadas justo en la última articulación y reemplazadas por manos humanas. Se limitan a observar con increíble atención sus bebidas, implorando a Dios para que no les hable. Rezando en sus mentes.

El caballo se aproxima a un taburete, pero se sienta en el suelo frente a la barra. Allí, encuentra la angustiante mirada del camarero mientras su traje intenta aferrarse al cuerpo. El caballo parece inquieto, agitado. Su respiración es entrecortada. Mira al camarero con sus enormes ojos negros y cuando habla, suena como un anciano mantenido bajo el agua contra su voluntad.

“Lo de siempre”, dice el caballo.

El camarero asiente con reticencia, toma un vaso pulido de la barra y se pone de puntillas para alcanzar el whisky en la parte superior del estante. El caballo observa a los otros clientes, que siguen evitando su presencia a toda costa. Ni siquiera se atreven a mirar su melena delgada y manchada, tampoco su horrible piel cicatrizada. Solo quieren pasar desapercibidos hasta que se vaya.

Temblorosamente, el camarero vierte cinco centímetros de whisky y lo pone frente a él. El caballo lo analiza por un instante, inclinándose lentamente sobre la barra. Le muestra sus dientes, grandes y amarillentos incisivos moliendo entre un resoplido de aliento caliente. Sigue inclinándose hasta que uno de sus ojos vacíos está a escasos centímetros del rostro del camarero.

Lo próximo que susurra el caballo adquiere un tono siniestro, pero todos logran escuchar.

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“¿Cuántas semanas?” gime su voz torturada, y el camarero queda petrificado. Todos, incluido el camarero, actúan con incomodidad. Se muerde los labios por un momento, sin saber qué responder. Sus pupilas se dilatan lentamente, y responde a la pregunta.

“Cuatro”, dice el camarero mientras un par de lágrimas empiezan a bajar por sus mejillas.

“Bien. Muy bien”, escupe el caballo antes de recoger su vaso de whisky. Las manos pálidas y grapadas tocan el vaso con suavidad, acariciándolo como si fuera un cáliz sagrado. El camarero se recupera del shock, y todos se retuercen por lo que sucede a continuación.

El caballo se lleva el vaso a la boca y lo mastica con fuerza, produciendo un estallido de cristal y whisky que resuena en sus grandes dientes. Los presentes se estremecen al oír el sonido del vidrio astillándose contra sus encías y desintegrándose como clavos sobre una pizarra oxidada.

Sin decir más, el caballo sale del bar y el silencio incómodo se desvanece paulatinamente. Como si nada hubiera ocurrido. Todos parecen estar contentos, excepto el camarero, quien piensa en su esposa en casa, con treinta y seis semanas de embarazo.

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