Cuando la empresa estadounidense Eletronics Company Empire decidió construir su filial mexicana en nuestra ciudad, eran tan sólo un joven de apenas veinticinco años, me había titulado en informática en la universidad local y ansiaba encontrar un empleo seguro que influenciara a mi novia a dar el sí a mi pedido de matrimonio.
Samari se rehusaba a hablar de matrimonio simplemente porque no tenía una estabilidad financiera, ella trabajaba como editora freelance y su padre era un hombre muy amargado, abandonado por la esposa y que veía su vida desvanecerse mientras despachaba arena en un depósito de materiales para la construcción; yo era un campesino huérfano que me sustentaba con los pocos ingresos de la cría de mis cabras, gallinas y algunas vacas lecheras en un sitio que recibí como herencia de mis padres. Un lugar que los locales consideraban un sitio maldito. A cien metros de la única casa en la propiedad, una construcción de madera dos pisos, vieja, grande y oscura, había un árbol centenario, frondoso y con una terrible fama de atraer a la gente desesperada.