Los perros del rancho

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En el rancho llamado La Valentina vivía una familia formada por el señor Miguel, su esposa, sus hijas María, de dieciocho años, y Juana, de doce. El hijo mayor había estudiado medicina veterinaria en la ciudad de México y al concluir sus estudios regresó a vivir con sus padres para hacerse cargo del ganado.

Algunos trabajadores dormían cerca de las caballerizas. La ordeña comenzaba a las tres de la mañana y en el rancho había movimiento desde la madrugada.

Ocasionalmente trabajaban en el rancho los sobrinos del señor, quien más que darles trabajo, los aceptaba por que eran hijos de su hermano mayor, a quien nunca le había sonreído la fortuna, seguramente porque le gustaba apostar y bebía demasiado, lo que sus hijos habían aprendido desde muy pequeños.

A veces llegaban a trabajar borrachos y habían llegado al extremo de pelear casi a muerte entre ellos. Más de una vez dispararon a los trabajadores y en sus múltiples enfrentamientos varias veces salieron lastimados seriamente. El mayor, que era el más agresivo, cojeaba de una pierna y estaba siempre de mal humor. Don Miguel y su familia no los querían mucho, pero se sentían comprometidos a ayudarlos, pues nadie, conociéndolos, aceptaba emplearlos.

Las cosas empeoraron con la llegada de Vicente, el hijo mayor, al que sus primos, desde pequeño, le habían tenido mucha envidia. El joven, de carácter tranquilo, ignoraba sus comentarios sarcásticos y sus burlas, y jamás cedía a sus provocaciones.

En el rancho había tres perros, dos de raza pastor alemán, de más de once años de edad, y otro que algún día llegó de la calle. Así, la vida transcurría en aparente tranquilidad.

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