La triste historia de “El Negro” de Bañolas

En los albores del siglo XIX, algunos individuos de la clase más pudiente de Europa practicaban una “moda” que consistía en cazar animales en diversos lugares del mundo y llevarlos a casa para usarlos como objetos de exhibición. Lo macabro de esta práctica sucedió cuando un comerciante francés llevó a su lugar de residencia el cadáver de un guerrero africano.

Hace tres décadas el escritor holandés Frank Westerman encontró los restos del hombre en un museo español y decidió iniciar una investigación sobre los orígenes y hechos que lo llevaron hasta ese punto.

La fama de este personaje proviene de sus travesías póstumas, viajes que se extendieron durante más de un siglo y medio, como parte de las exhibiciones en museos de España y Francia. Varias fueron las generaciones de europeos que se maravillaron con su cuerpo semidesnudo, empalado como cualquier otro animal por un taxidermista. Durante todos esos años se exhibió como un trofeo, quizá ninguno de los visitantes a través de 170 años se preguntó si ese hombre alguna vez había tenido un nombre. Lo que sigue a continuación es un relato de Westerman que forma parte del libro El Negro and Me.

En 1983, como estudiante universitario en Holanda, terminé ‘coincidiendo’ con él durante un viaje de aventón a España. Había pasado una noche en la región de Bañolas, una hora al norte de Barcelona. Y la entrada al Museo Darder coincidentemente se encontraba en la puerta de al lado.

“¿Sabías que era real?”, me gritó una chica del colegio.

“¿Quién es real?”.

“¡El Negro!”, su voz pudo escucharse por toda la plaza y vino acompañada por resoplidos y risas de sus compañeros. Instantes después, una mujer salió del recinto con una capa sobre los hombros. Abrió el museo, me vendió un boleto para entrar y señaló en dirección a la sección de los reptiles.

“Allí es”, me dijo. “Recorre las salas en sentido horario”.

Cuando me dirigía a la sala de Habitación humana, anexada a la Habitación de los mamíferos, me encontré con una pared repleta de monos y esqueletos de gorilas y, de repente, empecé a temblar. Allí estaba, El Negro de Bañolas, empalado. Con su mano derecha sostenía una lanza y con la izquierda el escudo. Inclinado ligeramente y con los hombros levantados. Semidesnudo, solamente un taparrabos naranja lo cubría.

El Negro era un hombre adulto, su piel y sus huesos parecían intactos. Lo mantenían preso en una cabina de cristal tapizada con una alfombra blanca. Era un ser humano, exhibido como cualquier otra muestra en una colección de animales. La historia apuntaba que el taxidermista había sido un europeo blanco, mientras que su “objeto” un negro africano.

La parte trasera era inimaginable.

Al ver la escena, la cara se me puso roja y sentí que las raíces de mis cabellos hormigueaban. Aquello me produjo una sensación difusa de vergüenza. La señora Lola no tenía una explicación. Ella guardaba un catálogo o libro con la historia de aquel hombre. Me entregó una tarjeta postal que apenas indicaba “El Negro” y en la parte trasera “Museo Darder. Bañolas. Bechuana”.

“¿Bechuana?”, le pregunté.

Lola seguía mirándome. “Las tarjetas tienen un costo de 40 pesetas cada una”, me dijo.

Le compré dos.

Dos décadas después, me decidí a escribir un libro sobre el extraordinario viaje de El Negro de Botsuana (Bechuana) hasta Bañolas y nuevamente de regreso.

 

La historia de El Negro de Bañoles.

En 1831, un comerciante francés llamado Jules Verreaux presenció el entierro de un guerrero en la región interior de África, al norte de Ciudad del Cabo, y regresó durante la noche para cavar sobre la tumba y robar la piel, el cráneo y algunos huesos. Con ayuda de un cable metálico que hizo las veces de columna vertebral, trozos de madera que funcionaban como manos y piernas y periódico como envoltura, Verreaux preparó y conservó las partes del cuerpo robadas.

Después se embarcó con las piezas del africano hacia Paris junto con otros cuerpos de animales conservados. Ese mismo año el cuerpo de El Negro apareció en una exposición en el número 3 de la calle Saint Fiacre.

En un artículo, el periódico Le Constitutionnel lanzó elogios al “valiente Jules Verreaux, que debió haberse enfrentado a nativos que son tan salvajes como solo los negros pueden ser”. La publicación marcó la pauta y, de un día a otro, el “individuo del pueblo de Botsuana” estaba atrayendo a más multitudes que las hienas, jirafas y elefantes juntos.

“Es de talla baja, tiene la piel negra y su cabeza está cubierta por una capa de cabello crespo”, relataba el periódico.

Cinco décadas después, El Negro apareció en España, en el marco de la feria mundial que tuvo lugar en Barcelona en el año de 1888. El veterinario Francisco Darder presentó al hombre en uno de sus catálogos como “El Botsuano”, en una ilustración donde se le veía portando un taparrabos y sosteniendo una lanza y un escudo.

Lo llevaron a Bañolas ya en el siglo XX, a una pequeña ciudad situada a las faldas de los Pirineos donde los orígenes del hombre habían quedado en el completo olvido, hasta que simplemente lo fueron apodando “El Negro”.

En algún punto, el “revelador” taparrabos naranja que Jules Verreaux le había puesto fue removido por los administradores católicos del museo, quienes le pusieron una falda naranja mucho más recatada. También le pulieron la piel como si se tratara de un zapato y después de esto parecía mucho más negro de lo que realmente era.

De pie en su diminuta cabina de exhibición, levemente inclinado y con una mirada penetrante, El Negro condensaba de una forma angustiante y repugnante, los aspectos más oscuros del pasado colonial de Europa. La figura confrontaba a los visitantes con la teoría de “racismo científico” (clasificar a las personas como inferiores o superiores basándose en parámetros como la medida del cráneo y otros supuestos completamente infundados).

 

Un pasado incómodo.

A medida que avanzaba el siglo XX, El Negro se fue haciendo mucho más anacrónico. No solo aumentó la conciencia sobre el hecho de que se había violado una tumba y un cuerpo humano, sino que se sembró la idea de que él, como artefacto europeo del siglo XIX, reflejaba un cúmulo de ideas que se habían hecho totalmente insostenibles.

Alphonse Arcelin a la derecha.

El cambio empezó en 1992, cuando un médico español de ascendencia haitiana sugirió, en una carta para el periódico El País, que El Negro debía ser retirado del museo. Los Juegos Olímpicos hacían sede en Barcelona ese mismo año y el lago de Bañolas era uno de los sitios para la competencia. Con certeza, escribió Alphonse Arcelin, atletas y visitantes que llegaran al museo podrían sentirse ofendidos con la visión de un hombre negro empalado.

La solicitud de Arcelin recibió el respaldo de figuras importantes de la época, como la del pastor estadounidense Jesse Jackson y la del jugador de baloncesto Magic Johnson. El ghanés Kofi Annan, en ese entonces asistente del secretario general de la ONU, condenó la exhibición calificándola de “repulsiva, bárbara e insensible”.

Sin embargo, debido a la resistencia de la comunidad catalana, que se aferró a “El Negro” como si fuera un tesoro nacional, hubo que esperar hasta 1997 para que desapareciera de la vista del público. Lo guardaron y, tres años después ya en el 2000, inició su último viaje de regreso a la tierra que lo vio nacer y morir.

 

De regreso a África.

Después de extensas peticiones por parte de la Organización para la Unidad Africana, España finalmente accedió a repatriar los restos humanos a Botsuana para que se hiciera un nuevo entierro y ceremonia en suelo africano. El primer paso de este viaje fue un recorrido nocturno en un camión a la ciudad de Madrid.

Una vez en la capital, El Negro fue “desmontado” y desprovisto de todo aquello “no humano” que había sido agregado, como sus ojos de cristal. El cuerpo fue “deshecho” como si todo lo que Jules Verraux había hecho 170 años antes se hiciera en sentido contrario.

Sin embargo, su piel ya estaba muy dura y agrietada. Debido a estas condiciones y a que le habían aplicado polímero para zapatos, decidieron conservarla en España. Según un reportaje de la prensa, fue entregada al Museo Nacional de Antropología.

Así, en el ataúd que se dirigía a Botsuana solo iba el cráneo y algunos de los huesos de sus brazos y piernas. Estos restos fueron expuestos en Gaborone, donde alrededor de 10 mil personas asistieron a despedirlo. El 5 de octubre del 2000, fue sepultado en una pequeña parcela cercada en el Parque Tsholofelo.

Líderes religiosos locales acompañaron el ataúd de El Negro que era cargado por soldados botsuanos.

Fue una sepultura cristiana. “Por el espíritu de Jesús”, dijo el sacerdote con la mano en la Biblia, “que también sufrió”. Un toldo, apoyado por dos postes, protegía a los presentes de las inclemencias del Sol.

“Estamos listos para perdonar”, dijo Mompati Merafhe, el entonces ministro de Relaciones Exteriores, a los presentes. “Pero no podemos olvidar los crímenes del pasado, para no correr el riesgo de repetirlos”.

Después de esta ceremonia siguieron bendiciones, canticos y danzas.

La tumba de El Negro fue dejada en el olvido durante varios años y el césped a su alrededor fue usado como campo de fútbol. Sin embargo, en los últimos años el gobierno de Botsuana restauró el lugar, lo transformó en una zona de recreación e hizo instalar varias placas donde se explica su importancia.

Sin embargo, aún en 2017 se ignora por completo la identidad de aquel “hijo de África”, su nombre o exactamente de dónde vino. Una autopsia realizada en un hospital catalán en 1995 arrojó un poco de claridad al misterio. El hombre que pasó a la historia con el mote de El Negro vivió hasta los 27 años. Tenía una estatura de entre 1.35 y 1.41 m y probablemente murió a causa de la neumonía.

Una cerca decorativa realizada con cadenas y postes bajos señala el lugar de descanso de uno de los personajes más famosos y menos envidados de Botsuana: “El Negro”. Su tumba se ubica en un parque público en la ciudad de Gaborone, bajo el tronco de un árbol y una plancha de rocas que evoca la sepultura de un soldado desconocido.

En una placa de metal puede leerse el siguiente texto:

El Negro.

Murió en 1830.

Hijo de África.

Llevado a Europa muerto.

Traído de vuelta a suelo africano.

Octubre de 2000.

5 comentarios en «La triste historia de “El Negro” de Bañolas»

  1. Pues el museo de las momias de Guanajuato lleva muchísimo exhibiendo sin el menor respeto los cuerpos exhumados de antiguos habitantes de la ciudad, me pregunto si se diera el caso que algún descendiente de estas “momias” llegara a reclamar el cuerpo se lo llegarían a entregar.

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