Esos días traicioneros

¿Has pasado por esos días en los que hubiera sido mejor no salir de la cama? ¿Has enfrentado esos momentos en los que lo único que quieres es desaparecer? ¿Has llegado a esas situaciones en las que te encuentras a ti mismo aparentemente sin salida, sin aliento y con el corazón saliéndote por la boca? Nada de eso es gratis e improductivo, sino todo lo contrario.

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Nuestras vidas pueden resumirse en momentos preciosos y otros no tanto – aquellos días de tristeza y lágrimas sin fin. Resulta inevitable atravesar por esto, por todos esos reveses que lastiman, que marchitan el alma y atropellan nuestros sentidos. Parece que, por no poder contener dentro de nosotros tantas cosas buenas que suceden, las desgracias y los imprevistos vienen a detener todo esto, como si fuera una poda de supervivencia.

Una felicidad ininterrumpida terminaría restando importancia a sí misma, neutralizándose y convirtiéndonos en seres tolerables a la sensación de plenitud. De esta forma perderíamos nuestra capacidad de deslumbrarnos frente a la sensación de satisfacción y belleza, toda vez que sería algo fácil, excedente y trivial. Y lo que es común no nos provoca ningún tipo de sentimiento, no perturba nuestros sentidos, no nos impulsa a actuar.

Instalada permanentemente en nuestras vidas, la felicidad dejaría de ser un objetivo, y al no luchar por ganarla, lo perdemos todo. Cuando actuamos en busca del bien, de la felicidad, nuestras acciones alcanzan a varias personas, pues el rayo de las buenas acciones es infinito. Al alcanzar el fin, su destello se termina y no puede alcanzar a nadie más. Porque la vida es eso que sucede cuando se vive. La felicidad, de la misma forma, es aquello que se experimenta y transmite cuando se busca.

A medida que corremos tras ella, vamos dejando personas felices en el camino y fortaleciéndonos, haciéndonos más humanos, más personas. Esa búsqueda constante y mágica es imprescindible. Tanto nosotros mismos como los individuos a nuestro alrededor dependen de ella. Después de todo, no estamos solos y las consecuencias de nuestras actitudes terminan alcanzando a muchas personas, ya sea positiva o negativamente.

Nuestro primer impulso, en medio de la tempestad de la vida, es querer que ese dolor se contagie a todo y a todos, pues nuestro egoísmo, de la misma forma que nos provoca envidia por la felicidad ajena, no acepta que suframos solos. Muchas veces, en medio de la penumbra, intentamos arrastrar a aquellos que nos rodean, ofendiendo, agrediendo, violentando y culpando a otros por los resultados de nuestras propias acciones.

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Creo que muchas relaciones se vienen abajo debido a las cicatrices que esos días nos dejan, pues la comprensión no logra penetrar tanto dolor y resentimiento y el amor va muriendo poco a poco bajo la violencia, los gritos, las ofensas y toda la oscuridad que​ desborda e inunda las vidas involucradas. Pero, aunque el dolor lastime, también enseña, promueve la reflexión y las decisiones conscientes, obligándonos a volver nuestros pasos para intentar perfeccionarlos. La vida muchas veces nos ofrece la posibilidad de volver a empezar, aunque resulta casi imposible darse cuenta al calor de las emociones. No existe duda de que sufrir nos fortalece, pero se necesita mucho valor y fuerza de voluntad para no sucumbir, para no derrumbarnos por dentro y no derrumbar las relaciones con aquellos que caminan a nuestro lado todos los días.

Aunque parezca injusto comparar entre un dolor y otro, existen baches que se nos atraviesan en el camino llevándose nuestras mejores referencias, el suelo que nos sustenta, revistiéndonos de tragedias avasallantes, como la pérdida de un hijo, de un brazo o de una pierna, de las facultades mentales, de nuestra alma gemela.

Demasiado intensas, o no tanto, nuestras pérdidas y frustraciones claman para que nos deshagamos de nuestra vida fingida, para que bajemos a las profundidades más recónditas de nuestra oscuridad solitaria, para que sintamos ese dolor agonizante con toda su crueldad, con toda la desesperación e impotencia que lo recubre, para que renazcamos, sacando fuerza de aquello que quedó en nosotros mismos y de las presencias que insisten en mantenerse a nuestro lado – pues hay quien nunca renuncia a las personas -, para impulsarnos de regreso a la vida, cuyos colores y tonos poco a poco se van desprendiendo del gris, cuyo aire se vuelve menos enrarecido, menos sofocante.

El enfrentamiento valeroso de aquello que nos aniquila es un viaje que sólo nos corresponde a nosotros, por eso atraer a los demás a nuestros vacíos y pesadillas emocionales es cobarde e injusto.

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Los sobrevivientes de las tempestades físicas y sentimentales están a nuestro alrededor, en la mesa del bar, en el auto de al lado, en las portadas de los periódicos, en el seno de nuestra familia. La madre que visita la tumba de su hijo, el joven que se adapta a una prótesis, el hombre que corre a atender a su esposa tendida en el suelo, en fin, los ejemplos de lucha y superación conviven con nosotros, mostrando que nuestros problemas no son más ni menos penosos y que debe combatirse todo aquello que nos entristece, debilita y aniquila.

Y, así como cosechamos de acuerdo a la calidad de nuestras semillas, tendremos una o más manos amigas fuertes amparándonos y rescatándonos de nuestras miserias emocionales, de acuerdo con la forma en que cultivemos nuestras relaciones diarias. Desafortunadamente, los inviernos emocionales son recurrentes en nuestro camino. Afortunadamente, siempre habrán de pasar, para que la dinámica de la vida continúe más fuerte, más lúcida, recogiéndonos, en ese ciclo, cada vez con más confianza y listos para amar y ser felices de nuevo – al menos hasta el próximo invierno.

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