El Bailarín de la lluvia

Me cruzaba con aquel vagabundo bailarín un par de veces al día. La primera vez rumbo al trabajo, y la segunda cuando regresaba a casa. Era un hombre bajito, probablemente no superaba el metro sesenta de estatura, pero el mejor danzante que he conocido. Su repertorio de movimientos incluía todos los estilos de baile imaginables.

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Un día estaba bailando break dance y al siguiente ejecutando una pieza de ballet. En la noche podías encontrarlo interpretando un vals de un solo hombre a ritmo perfecto, con los brazos rodeando a un compañero invisible. Siempre observaba a este hombre en movimiento constante.

Se instaló sobre un camellón pavimentado de adoquines en una pequeña intersección. La única música que lo guiaba era el zumbido y ruido propio del tráfico. Cuando el Sol se ocultaba, la luz de los semáforos bañaba ligeramente al bailarín en tonos de escarlata, ámbar y verde. Contrastaba mucho contra su barba sucia y una chaqueta de mezclilla llena de manchas.

Cuando las obligaciones no eran tantas, me detenía en una tienda al otro lado de la calle. Compraba café y tortas para unirme al vagabundo en aquella intersección durante algunos minutos. La segunda vez que lo hice, me ofreció un asiento. Una de esas pequeñas sillas armables que usan en los campamentos.

Pero, aquel hombre jamás se sentó ni dejó de moverse por ningún motivo. Bailaba a perpetuidad. Le pregunté sobre el tema y respondió que era un Bailarín de la lluvia.

“No llueve mucho por aquí”, le dije.

“Así es”, respondió mientras bailaba salsa con una cadencia admirable.

Este personaje bailaba mientras comía y bebía. No puedo decir si dormía o descansaba pues jamás lo vi haciéndolo. Probablemente también bailaba en esas condiciones. Me agradaba el Bailarín de la lluvia. Tuvimos largas charlas sobre la vida, principalmente de la mía. Lo único que me reveló sobre su pasado es que alguna vez se enamoró y tuvo hijos, pero una inesperada pérdida lo cambió todo.

“Aquel día empecé a moverme”, me dijo, “y ahora no puedo parar”.

El bailarín ya era conocido por los lugareños. A menudo se detenían para tomarse fotografías junto a él. A veces le obsequiaban comida o dejaban unos dólares en una vieja lata de pintura que el hombre disponía sobre el suelo. Era improbable que en cierto día tuviera más de 100 dólares allí. Una cantidad ridícula que no justificaba lo que le hicieron.

Yo lo encontré aquella mañana, totalmente desplomado sobre la silla armable. A primera vista parecía estar durmiendo. Pero, el instinto me decía que algo andaba mal. Y es que nunca vi a este hombre quieto. Le cortaron la garganta para robarle un puño de billetes arrugados del bote de pintura. Después lo acomodaron en la silla. El Bailarín de la lluvia finalmente se detuvo.

La tormenta empezó aquella misma mañana. Surgió en medio de un cielo completamente despejado. Cubrió el mundo entero con una capa interminable de nubes, agua y viento. El aguacero nos ha golpeado durante un mes entero y no hay indicios de que vaya a desaparecer.

Ahora resulta obvio que el bailarín no intentaba atraer la lluvia. Se encargaba de mantenerla a raya.

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