3 relatos cortos de terror para renunciar a tu cordura

Aquí tienes 3 relatos cortos de terror para que pongas a prueba tu cordura. No te dejes engañar por la introducción, nada es lo que parece y el final revela una gran sorpresa.

relatos de terror cordura

Nadie me quiere.

Ya nadie se me acerca. Las personas solían disfrutar de mi compañía en un banco del parque. Algunos hasta sonreían al verme. Sentían plena confianza de acercárseme cuando venían acompañados de hijos o pareja. Dejaron de hacerlo desde ese horrible asesinato. Me ven con ojos de disgusto y otros hasta cruzan la calle para evitarme. Ojalá pudiera decirles lo mucho que lo siento.

solitario en el parque

Por supuesto, nadie me culpa de lo sucedido. Y tampoco me siento culpable. Ellos saben que no fue mi culpa. Y a pesar de eso, ni siquiera pueden regresar a verme. Me siento tan solo. ¡Dios mío!, lo que daría por que alguien se sentara a comer conmigo. Todo este tiempo di por sentadas las pequeñas cosas de la vida, y ahora me hacen mucha falta.

Me obligaron a verlo morir. Lo colgaron y se fueron antes que dejara de respirar. Fui el único testigo de aquel instante en que la vida escapó de sus ojos. Observé todo ese dolor y desesperación en su rostro, y no pude hacer nada para ayudarlo. Aquella mirada de profundo terror me atormentará el resto de mis días. Ojalá hubiera podido extender uno de mis brazos para salvarlo. O señalar a quienes lo asesinaron para que los encarcelaran el resto de sus vidas.

Pero no pude. Jamás podré hacerlo. No puedo controlar la dirección de mis ramas, y mis hojas no hacen más que susurrar con el viento o crujir cuando alguien las pisa.

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Mi verdadero nombre.

Tengo un maestro que no llama a los alumnos por sus verdaderos nombres, prefiere utilizar nuestro potencial futuro. Con excepción de este detalle, es un docente que imparte diversas materias muy querido entre el alumnado. Al llegar al salón de clase empieza a pasar lista y, según su opinión, otorga a cada alumno un potencial a futuro.

“Asesino en potencia”, grita el maestro e inmediatamente Carlos levanta la mano pues sabe que se refiere a él. Siempre lo ha llamado por ese nombre. “Ladrón en potencia”, grita el maestro y Brayan levanta la mano como si fuera lo más normal del mundo. “Psicópata en potencia”, grita mientras Ana levanta la mano porque el maestro siempre la refirió así.

“Caníbal en potencia”, grita el docente y es mi turno para levantar la mano porque ese nombre me otorgó. Para todos tiene una referencia, desde un genio malvado hasta un accidente extraño. Al principio resulta divertido, pero ahora solo quiero que me llame por mi nombre real: Josué.

El otro día, este maestro empieza a pasar lista y, como de costumbre, llama a todos por su potencial futuro. Pero, cuando se dirige a Carlos lo llama por su verdadero nombre. El grupo entero queda impactado. Le pregunté a Carlos porque el maestro ya no se refería a él como “asesino en potencia”. Me confesó que ya no lo llamaba así porque dejó de ser un asesino en potencia, se convirtió en uno de verdad. De hecho, Carlos asesinó a una persona.

monstruo rostro

Le quitó la vida a un vagabundo para probar si el maestro lo llamaba por su verdadero nombre. Después, Carlos me invitó a cortar un trozo de carne del muerto para que la cocinara y probara. Argumentó que era la única forma de hacer que el maestro me llamara por mi verdadero nombre. Como no llevaba mucho tiempo muerto, tomé un trozo del vagabundo. Lo cociné y comí. Al día siguiente, en el pase de lista el maestro me llamó Josué pues dejé de ser un caníbal en potencia y me convertí en uno real.

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Sopa de cadáver.

Sopa de cadáver: $80”, decía el letrero. Dudé por un tiempo, sobre todo por la variedad de molestas expresiones faciales que lanzó la pequeña rubia tras aquel mostrador improvisado. “¿Qué es?”, pregunté tras un rato.

“Como dice el letrero, se trata de sopa de cadáveres”, respondió la niña.

“Está bien… sí”, le dije. “Pero, ¿qué lleva?”.

“Pues cadáveres, tonto”, respondió con amargura. “¿Acaso estás mal del cerebro?”.

“Sí, digo, no”, balbuceé mientras intentaba contener la vergüenza. “Pero, ¿qué clase de cadáveres?”.

“No sé su maldito nombre”, dijo. “¿Quieres probar un poco o qué?”.

Caminé nerviosamente de un lado a otro, echándole un vistazo apresurado a todo el lugar. “Sí”, murmuré al final.

La niña asintió con la cabeza y, con cuidado, levantó la tapa del enorme caldero que burbujeaba a sus espaldas. Un olor nauseabundo golpeó mis fosas nasales como un tren de carga repleto de carne podrida y empapada en ácido. Al instante me dieron arcadas y me doblé del asco.

“Aquí tienes”, dijo mientras extendía un cuenco de madera tallada burdamente. “Que el olor no te engañe, esta sopa es deliciosa y muy nutritiva”.

Asentí varias veces. “Sí, claro. Muchas gracias”, le dije.

No tenía cuchara ni tenedor, por lo que no tuve más remedio que consumir a sorbos desde el borde del tazón el asqueroso líquido grumoso. Comer aquella sopa de cadáver me llevó mucho más tiempo del que me gustaría admitir.

“¿Qué clase de cobarde eres?”, preguntó la niña.

“¿Qué?”.

“Ni siquiera tienes el valor de afrontarlo, ¿cierto?”.

“No estoy seguro de seguir con esto”.

“La realidad”, susurró la niña con un tono siniestro. “No puedes enfrentar la realidad, ¿verdad?”.

el bosque

Aquel mostrador improvisado comenzó a vibrar violentamente. Podría jurar que, en cierto momento, se transformó para convertirse en uno con la silueta cada vez más distorsionada de la niña.

El miedo me hizo retroceder. “¿Qué está pasando?”.

“Bueno”, grito la voz disonante de la niña. “Esto no es real, ¿si te das cuenta, tonto?”.

“No”, respondí. “No, eso es mentira”.

“¿Estás seguro?”, preguntó la chica mientras sonreía. “Vuelve a ver”.

Sentía como si los ojos rechinaran contra mí cráneo. Cuando me obligué a bajar la mirada hacia mis manos, parecía que los músculos oculares se desgarraban.

“No, no, no”, murmuré mientras veía toda aquella sangre goteando de mis manos. “Yo, no, yo, no puedo…”.

No había cuenco alguno. Tampoco un letrero, una niña y mucho menos sopa de cadáveres. No encontré más que un bosque insondable, un frío que calaba hasta los huesos y los restos mutilados de mi compañero David.

“¿David?”.

“No te preocupes mucho por el tema”, susurró la niña en mi oído. “Era él o tú”.

Todavía tenía el cuchillo clavado en el abdomen, un corte vertical e irregular que exponía muchas cosas de aspecto repugnante que no debían estar fuera de su cuerpo. Todo aquello estaba pegajoso, líquido y grumoso.

“¿Qué es?”, pregunté tras un largo tiempo.

“Como dice el letrero, se trata de sopa de cadáveres”, respondió la niña.

hyperobscura

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