Sobre la calle de Bolívar, a mediados del siglo XVI, existía un edificio de dos pisos. Se trataba de una construcción muy conocida en la ciudad de la Nueva España porque era el lugar de los Oidores, o sea, los funcionarios del Santo Oficio. Y para tener una idea de lo que se hacía en este lugar, basta con decir, que aquí se acordaban los castigos que se les daría a los herejes, brujos y relapsos.
Estos hombres eran perversos e imaginativos, pues de ellos dependía la supuesta tranquilidad del país. Bajo este pretexto, estaban sedientos de torturas que imponían a todas aquellas personas que profesaran una religión contraria a la católica o que practicaran métodos curativos que eran calificados como brujería.
Otra de las canalladas del llamado Santo Oficio era que a menudo reprendían a aquellos que lograban hacer una fortuna a base de su trabajo, siendo esto utilizado como un instrumento para desposeerlos de todo, ocasionando con ello, que muchos prefirieran donar sus bienes al clero antes que ser ejecutados injustamente.