Mi tío Roberto

Cuando tenía diez años de edad, mi tío Roberto falleció en un trágico accidente automovilístico. Me encontraba en el auto junto a él, acompañado también de mi tía Emilia, mientras nos dirigíamos al hospital. “Lo siento”, fueron las últimas palabras de mi tío.

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El problema en un apocalipsis zombi no son los lentos

Irónicamente, lo peor del “apocalipsis zombi” no eran los zombis en sí. El problema es que eran demasiado lentos, tanto que hasta un niño gateando andaba más rápido que estos muertos vivientes. Aunque pensándolo bien, la peor parte eran todos esos locos aferrados a la idea de que este era el fin del mundo. Sin el más mínimo remordimiento de conciencia, mataban a cualquiera que consideraban infectado. Millones de personas completamente sanas murieron en manos de estos imbéciles.

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Lilith no debe poner un pie en tierra firme

“A la persona que localizó este mensaje: es SUMAMENTE IMPORTANTE que entregue esta carta al oficial al mando.

Soy el capitán de este velero que, supuestamente, han recuperado. Si estás leyendo esta carta significa que yo, junto con mi tripulación, perecimos.

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Una noche de guardia convertida en pesadilla

Durante mi tiempo como soldado en la ciudad de Puebla, me enviaron a realizar una guardia a una casa abandonada dentro de las instalaciones militares. Era de noche, pero iba acompañado de otro elemento. La casa estaba muy alejada de las otras instalaciones, lo que la hacía un blanco fácil para posibles amenazas. Nos encomendaron cubrir dos turnos de cuatro horas cada uno. Entonces, decidimos que mi compañero haría la primera guardia mientras yo descansaba.

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La maravilla del parto

“Muy bien, señora García, ¡PUJE!”, exclamó un entusiasmado médico mientras las uñas de Ana se clavaban en los brazos de Saul. Aquella parturienta gritaba al mismo tiempo que pujaba tal como le ensañaron en las clases prenatales. Apenas lograba ver la cabeza calva del doctor Ruiz entre sus piernas.

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Un caballo entra a un bar

Un caballo entra a un bar y los presentes hacen todo por ignorarlo. Esta rutina se repite una y otra vez desde hace ocho meses, cuando apareció por primera vez. Los clientes se enfocan en sus bebidas, intentando ignorar el torpe ruido de los cascos mientras se desplaza lentamente. Algunos tragan saliva, otros comienzan a sudar. Escuchan cómo el caballo alcanza la barra, pero solo lo imaginan, pues no se atreven a mirar.

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