Enterrados vivos y salvados por la campana

enterrado vivo

George Washington, el primer Presidente de los Estados Unidos, murió el 14 de diciembre de 1799. Fue enterrado cuatro días más tarde en su casa de la plantación en Virginia, Mount Vernon. Si bien hay quienes (si estuvieran vivos para reclamar) se opondrían ante tal retraso, a Washington probablemente no le importaba. Sí, el retraso era en su mayoría para que el antepasado americano recientemente fallecido pudiera ser correctamente atendido. Sin embargo, según la leyenda, la petición de Washington en su lecho de muerte fue que lo enterraran no antes de dos días después de que fuera declarado muerto. ¿Por qué? Porque al parecer, George Washington temía ser enterrado vivo.

Estos temores, por desgracia, no carecían de fundamento. En el siglo XIII, de un filósofo / teólogo muy respetado, Juan Duns Scoto, se rumoreaba que había sido enterrado vivo, según cuenta la historia, su cuerpo fue encontrado al lado de su ataúd, los brazos y las manos ensangrentadas en un intento de abrirse camino hacia el exterior. (La historia es probablemente un mito.) Un libro sobre el tema (titulado “Buried Alive“) cuenta la historia de un carnicero londinense llamado Lawrence Cawthorn, quien, en la década de 1660, cayó enfermo y fue “enterrado precipitadamente” por su “malvado patrón.” Cuando los dolientes visitaron su tumba, escucharon un grito ahogado que provenía del ataúd y […] encontraron arañazos frenéticos en las paredes del ataúd. Para cuando Cawthorn fue desenterrado, estaba muerto. Y de acuerdo con otro libro sobre el tema (“The Corpse: A History“) en 1905, el empresario británico William Tebb, cargaba sobre sus hombros más de 300 casos de entierros de personas vivas y “casi” accidentes.

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