Para aprender a volar

Santiago era un muchacho soñador. Pasaba el tiempo ideando, imaginando. Vivía en un paraje de ensueño, en una cómoda cabaña junto al mar. La brisa marina agitaba tanto sus castaños cabellos, que es muy probable que esa agitación le diera las locas ideas que siempre le rodearon.

volando libre angel
Fotografía Kevin Conor Keller / Flickr.

Desde que era muy niño, soñaba con volar algún día. Pasaba las cálidas tardes observando las aves surcar los vastos cielos, incluso también a los pequeños mosquitos que pasaban de vez en vez, “soy más inteligente que cual sea de esas tontas aves, debería ser yo quien volara entre los vientos. En fin, ya se me ocurrirá algo y, entonces, verán esas tontas quién es mejor”, pensó.

Una de esas tardes, en las que parecía que el viento arrancaría de raíz las palmeras, Santiago se hallaba recostado, entre la arena y la verde vegetación, con sus manos por detrás de su cabeza y viendo a esas “tontas aves”, como él les llamaba. De pronto, de un salto se puso de pie y corrió hasta el taller de carpintería que se encontraba a un costado de la cabaña. Había aprendido el oficio de su abuelo, y, con ello, se ganaba algunas monedas que le permitían el pan en la mesa. Empezó a cortar cuatro grandes tiras de madera, dos de ellas más largas, y trajo consigo algunas palmeras. Pasó el día martillando y serruchando con gran frenesí, inmerso en una idea que sólo él sabía.

Así, la tarde de ese día se dejó ver en el cielo anaranjado. Santiago secó su frente con su mano izquierda, había terminado. Con algo de esfuerzo, sacó del taller un arnés equipado con lo que parecían ser dos grandes alas. Lo subió en un pequeño carruaje de madera. A lo lejos se divisaba La Gran Colina. A juzgar por la mirada de Santiago, ese parecía el lugar indicado. “Subiré a La Gran Colina. Arriba hace más viento que aquí abajo y, desde allí, me lanzaré por los aires y planearé cual majestuosa ave. ¡Esos estúpidos albatros no se reirán ya más de mí!”, pensó.

Arrastró el carruaje por entre la vereda, pudo cantar 4 ó 5 canciones hasta llegar a las faldas de aquella colina. Subió con gran esfuerzo, pero más esmero, la pronunciada pendiente. A decir verdad, las ruedecillas le eran de gran ayuda, pero Santiago era aún bastante pequeño para cargar con semejante peso; cualquiera al verlo hubiera pensado que tenía poderes especiales, o algo así. Mientras subía, los vientos se hacían más violentos, y se podían observar las copas de los árboles y palmeras del lugar. Subió más y más, que algunos pajarillos le rozaban las mejillas volando.

Al llegar a la cima, pudo ver lo pequeña que parecía su cabaña desde allí. “Puedo ver todo desde aquí. ¡Caray!, creo que mi hogar está bastante alejado de cualquier persona que viva alrededor, no veo a nadie. ¿Les habré hecho, alguna vez, alguna grosería?, quizá mi abuelo los asustó y huyeron lejos. Sí, eso es, los asustó para nosotros poder comer todo el camarón que quisiéramos sin preocuparnos”, pensó.

La tarde era cálida. Nuevamente, secó su frente del sudor con su mano izquierda. Bajó el arnés con las dos grandes alas del carruaje que, a juzgar por la facilidad con la que las levantó, ya no parecían muy pesadas, lo realmente pesado era el carruaje, ya que tenía soportes de acero que le proporcionaban mayor resistencia al momento de transportar objetos pesados. Como si fuera una mochila escolar, Santiago puso sobre su espalda el equipo aéreo, ajustó muy bien las sogas y se aseguró que todo estuviera en su lugar. Viendo hacia el profundo horizonte, Santiago no cabía en alegría de pensar que su sueño estaba a punto de realizarse. “Ahora verán esas aves tontas”, pensó, con una sonrisa pintada en su rosado rostro, quemado por el Sol.

Dando unos pasos hacia atrás, Santiago se preparaba para el gran momento. Se detuvo. Se agachó para tomar posición. Y corrió. Corrió como nunca antes lo había hecho. No recordaba cuándo fue la última vez que había corrido tanto en su vida. Corrió con la vista al frente, nunca dejando de sonreír. Sus ojos se cerraban al viento, pero él luchaba por abrirlos para grabar el momento de su vida por siempre, aunque las lágrimas brotadas por la resistencia del aire le dejaran ver poco. “¿Alguien me estará viendo?” pensó. Corrió tan veloz que cortaba el viento. Alzó los brazos. Siguió corriendo. Se acercaba la orilla de La Gran Colina. Entonces, saltó. Saltó por los aires. En la arena se reflejaba su sombra. El viento acarició sus alas y lo llevó por encima de la playa, mar adentro, revoloteando alegremente cual ave entregada al vuelo. Hacía graciosas piruetas. Era libre. “¡Sí, lo hice! ¡Estoy volando! ¿Qué pensarán las aves e insectos voladores de mí, o los peces?”. “El mar nunca vio pájaro más extraño”, pensó.

De pronto, una traviesa racha de vientos se dejó venir estrepitosamente, haciendo que Santiago perdiera el control. Giró y giró. Entonces, en una suerte de volteretas involuntarias, Santiago comenzó a caer. A caer y caer. Seguía intentando acomodar sus alas al viento y seguir planeando, pero no conseguía hacerlo debido al viento travieso. Y seguía cayendo. Por la velocidad del descenso, se desprendió el ala derecha de su magnífico aparato, partiéndose en cuantiosos pedazos esparciéndose. Seguía cayendo sin control. Todo lo vio perdido. Y caía. Manoteaba como intentando aferrarse a algo. Siguió cayendo. Intentó gritar pero, al abrir la boca, tragaba tanto aire que no pudo. Caía y caía. Trató con sus manos acomodarse su ya despeinada cabellera, pero seguía cayendo. Cerró los ojos con fuerza y apretó la quijada. Y caía. Ya muy cerca de tocar el agua, y bastante lejos de la playa, Santiago se hallaba en sus pensamientos, cayendo de prisa. Sentía un miedo desbordante, sabía que una vez tocando el mar no sobreviviría. Fue a punto de tocar el agua cuando se habló para sus adentros. “Debí primero aprender a nadar”, pensó.

Una colaboración de Gilberto García Zapata. Muchas gracias.

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