El anticuario

El anticuario

Don Ramón era un señor de edad avanzada que hasta hace algún tiempo vendía muebles antiguos en el barrio de La Lagunilla. Conseguía sus muebles en pueblitos y reparaba algunas piezas para venderlas; también reparaba muebles para los dueños originales. Entre semana trabajaba en su taller de la ciudad de México y los sábados y domingos vendía en su puesto.

En cierta ocasión llegó una ancianita y le dijo que tenía algunas antigüedades que quería le restauraran. Don Ramón aceptó visitarla para hacer un presupuesto y días después se presentó en una antigua casa en la colonia Roma. Valúo los muebles de la señora e hizo un presupuesto para lo que debía repararse. La señora dijo que no podía pagar esa cantidad, pero que en la parte alta de la casa tenía un ropero muy valioso con el cual podría cubrir el precio de sus servicios. Al anticuario no le agradó la idea de trabajar sin recibir dinero, pero sintió pena por la mujer y accedió a ver el valioso mueble. Don Ramón quedó muy sorprendido. Era un ropero de estilo barroco, de dos metros de alto, con adornos en hoja de oro y manijas de oro. Al frente tenía dos puertas adornadas con dos grandes lunas de buena calidad. El ropero se hallaba en buen estado y no tendría que hacerle grandes arreglos. Realizaría un buen negocio, o almenos eso creyó don Ramón. Durante el resto de la semana diariamente trabajó en la casa de la viejita. Le urgía terminar el trabajo para llevarse el ropero y venderlo el domingo siguiente.

Me platicó don Ramón que cada vez que iba a la vieja casa comenzaba con una picazón en todo el cuerpo, sentía mucho frío y percibía un olor como de ropa vieja, de humedad. No le dio importancia a esos detalles; se los explicaba como una posible alergia a los gatos que, suponía, habitaban en la casa de la señora, pues aunque nunca los había visto, sí los había escuchado maullar. Terminó el trabajo un jueves y al día siguiente llegó con su camionetita de carga para llevarse el mueble. La señora lo esperaba.

—Por favor, señor, ayúdeme a envolver el ropero con estas mantas. Y disculpe mis lágrimas, pero es que quiero mucho ese mueble, lleva muchísimos años en mi familia. Era de mi madre y es la única pertenencia que tengo de ella. No la conocí, señor, y le suplico que lo cuide mucho, verá que va a servirle más de lo que usted cree.

—Señora —dijo don Ramón—, si es tan valioso para usted, ¿por qué me lo ofreció en pago y no me dio cualquier otro mueble de valor?
—Mire, ya estoy vieja y nunca tuve hijos. Pienso vender la casa con todo y muebles y por eso los mandé arreglar. Con el dinero que obtenga me iré a pasar mis últimos días a un asilo. Tengo miedo de que la gente que compre la casa no sepa apreciar y cuidar mi querido ropero, por eso lo dejo en sus manos. El señor se sintió apenado al ver que la señora creía que él conservaría el ropero. Por el contrario, le urgía venderlo, pero no podía decírselo, así que dejó las cosas como estaban y subió el ropero a la camioneta.

Cuando se disponía a arrancar, la señora se acercó y le hizo una ultima indicación.
—Mientras no lo use, manténgalo tapado. La gente asegura que en él se aparece una mujer con un gato.
—Sí, señora, pierda cuidado —repuso, y se fue.
“Las cosas que hay que oír. Bueno, gajes del oficio”, pensó don Ramón.

Al llegar a su taller colocó el ropero en un rincón, procurando protegerlo de la luz para no dañar el pigmento de la madera, y se fue a dormir. Al día siguiente se dispuso a trabajar en él. Mientras preparaba lo necesario para la restauración, sentía como si alguien lo observara y por un momento percibió el olor de la casa vieja. Sonrió, pensando que seguramente lo había sugestionado la historia del ropero. Se tomó unos instantes para examinarlo y puso manos a la obra. Comenzó a trabajarlo, como acostumbraba, de abajo hacia arriba. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando sintió en una oreja una respiración muy suave. Se dio vuelta rápidamente y vio el espejo opaco, como por el vaho que queda cuando respiramos cerca de un cristal, y pensó que la opacidad había sido causada por el calor de su cara al trabajar tan cerca de él.

Luego, sintió nuevamente en la piel eso que creía una alergia, y le pareció raro porque nunca había tenido animales en casa. Se acercó a la ventana para tomar aire fresco y el mueble quedó a sus espaldas. Se sentía observado y vio cómo los espejos de las puertas del ropero se opacaron. En uno de ellos comenzó a formarse la cara de una mujer que él consideró hermosa, pero triste, que sostenía en sus brazos tres gatitos. Sus manos eran flacas y largas.

Don Ramón quiso correr, sentía el corazón salírsele del pecho, pero sus piernas eran como de plomo, parecían estar pegadas al piso y no hizo más que observar lo que sucedía. Los ojos de la mujer lo miraban y los gatitos maullaban insistentes. No ha podido olvidar esos maullidos, quedos, como muy lejanos. Cuando pudo moverse salió corriendo a toda prisa y en la calle caminó casi toda la noche, pues no deseaba regresar a su taller.

A la mañana siguiente le pidió a su vecino le ayudara a subir los muebles a la camioneta para llevarlos a vender. Aún se hallaba impresionado por lo ocurrido la noche anterior, pero no quiso platicar con nadie lo que había sucedido por temor a que creyeran que, dada su vejez, estaba perdiendo la razón. Sólo pensaba cómo sacar ese ropero del taller, y sin siquiera mirarlo, lo cubrió. El vecino pidió que se lo dejara ver, quedó fascinado y le propuso que se lo vendiera. Don Ramón le contó la historia y el muchacho comenzó a burlarse. Irritado, el anticuario le dijo:
—Yo te lo advertí, y si lo quieres, te lo regalo.

El chico se llevó el ropero a su casa. Don Ramón pensó que se había librado del mueble y sus temores se fueron con el ropero. Nunca le dijo a su familia lo que pasó para no espantarlos, y tiempo después se mudó a la provincia y se dedicó a otra cosa. Recientemente hizo un viaje al Distrito Federal y decidió visitar a su vecino. Encontró que en el lugar donde vivían el chico y su familia había ahora un lujoso restaurante en el cual se animó a preguntar por el muchacho. El gerente no sabía mucho de la familia que había vivido ahí, y sólo sabía de un chico que se había suicidado. Siguieron conversando y el gerente lo invitó a tomar un café. Más tarde, en el momento justo en que don Ramón se disponía a salir del establecimiento, percibió el olor que no olvidará nunca. Se dio vuelta y vio que junto al bar se hallaba el ropero, que formaba parte de una decoración estrafalaria. Procuró guardar la calma y preguntó por qué tenían ese mueble allí. El gerente le dijo que cuando él llegó a trabajar la decoración ya estaba hecha y a los clientes les encantaba en especial ese mueble. Añadió que muchas personas, incluidos los meseros, habían visto en las noches a una chica de rostro triste caminando por el lugar, cargando algo que parecía un gato, y ya todos se habían acostumbrado a esa presencia.

Don Ramón, a quien esta historia le cambio la vida, me dijo que no pensaba volver a la capital y nunca trabajaría con nada que tuviera espejos. Lo ocurrido no lo podría olvidar, pero haber cambiado de forma de vida y la compañía de su familia lo ayudan a superar día a día la terrible experiencia. Dijo también que prefería no hablar del asunto y decidió acercarse más a Dios, pues reconoce que antes de los hechos era un débil creyente y sólo vivía para trabajar y obtener bienes materiales.

Tiempo después me dirigí al restaurante donde don Ramón me dijo que estaba el ropero y me encontré con la novedad de que el lugar ya no existía. Ahora era un taller de maquila de camisetas y el dueño me platicó que, en efecto, antes había en ese lugar un restaurante, pero una noche un hombre que había tomado cervezas de más, sacó una pistola y disparó contra los comensales, matando a uno e hiriendo a varios. Cuando la policía lo detuvo, el sujeto afirmó que quería matar a la mujer del gato que había salido del espejo y nunca tuvo intención de herir a nadie más. La policía no le creyó y el tipo está en la cárcel.

El dueño del restaurante no entendía qué pasaba, pero estaba seguro de que la culpa era del ropero y un día lo regaló a un ropavejero y cerró para siempre el negocio. Tal vez en algún sitio tope usted con ese hermoso ropero. Recuerde que, aunque es bello, está lleno de misterio y de muerte.

Juan Ramón Saenz

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