La Casa del Diablo

Vamos a remontarnos al siglo XVI, cuando los españoles navegaban desde su patria sólo para reclamar la herencia de sus parientes que habían hecho fortuna en nuestro Continente. El hecho sucedió en el pedregal de San Ángel, donde hoy se levanta el monumento a Alvaro Obregón.

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De acuerdo con la leyenda, Don Rodrigo de Villanueva no tenía mucho dinero cuando llegó a tierra azteca acompañado de su familia, así que no pudo pagar una posada digna de su linaje, sino que tuvieron que descansar en un lugar de paso. Al día siguiente se dirigieron a la casa que había heredado, pues como lo hemos dicho, no tenía dinero como para retrasar más la posesión de ésta.

Pero la sorpresa fue muy grande cuando miró que la casa estaba en ruinas y aunque era muy grande, las tierras situadas enfrente también estaban abandonadas. De inmediato la esposa e hijo de don Rodrigo se opusieron a quedarse en ese lugar, pero no tenían otro remedio, pues sus bienes no les alcanzaban para embarcarse de regreso a España.

—Levantaremos este lugar —dijo don Rodrigo tratando de darles fuerza a sus parientes.

A pesar de esas palabras de aliento, el hijo presentía una fuerza extraña, como si el lugar tuviera vida. Esto se hizo cada vez más fuerte conforme recorrían aquellas áridas tierras. Unos instantes después.

— ¿Sintió eso padre? —dijo el pequeño.

Don Rodrigo no pudo decir nada, porque unas carcajadas retumbaron en el lugar. Ambos miraron a todos lados como queriendo descubrir de dónde provenían esas risas. Al cabo de unos instantes descubrieron que salían de la vieja casona.

— ¿Quién anda ahí? —preguntó don Rodrigo.

Al decir esto las risas desaparecieron de inmediato; sobrevino un silencio y un ligero viento se dejó sentir. De la casa salió un anciano bastante feo; tenía la piel opaca, los ojos hundidos y amarillentos, y sonreía con una boca exenta de dientes. El hombre caminó con firmeza hasta donde estaban los españoles.

—Dices bien jovencito, ése es el viento infernal y no va a descansar hasta que termine de derrumbar la casa. Nadie se ha atrevido a luchar contra él —dijo el anciano.

Don Rodrigo, molesto, respondió.

—No hagas caso de lo que diga este anciano. La casa está vieja, cierto, pero la pondremos nuevamente en pie.

Antes de que terminara de decir esto, el anciano desapareció como por arte de magia, pues nadie supo ni vio para dónde se había ido.

—Salga anciano decrépito, le voy a dar su merecido —dijo don Rodrigo.

Pero su esposa intervino oportunamente para calmarlo; después de todo, el anciano ya no estaba y había que preocuparse más por buscar un sitio seguro para pasar esa noche. Al día siguiente salieron en busca de algunos trabajadores que les ayudaran a labrar las tierras, pero en cuanto éstos veían el lugar, salían corriendo.

— ¿Qué les pasará? —dijo la esposa.

—Creo que están demasiado obsesionados.

—Yo creo que tienen razón —dijo el hijo—. Tengo un presentimiento… es como si esta casa estuviera maldita.

—No digas tonterías —replicó don Rodrigo—, eso no es cierto y yo te lo voy a demostrar, porque aquí no hay nada a qué temerle.

En cuanto terminó de decir eso se volvieron a escuchar esas carcajadas siniestras, y al volver sus miradas presenciaron que aquel anciano salía de una de las habitaciones en ruinas de la casa, pero esa vez tenía como un tic nervioso que lo obligaba a cerrar el ojo.

—Podrán reparar la casa pero cuando venga el viento del diablo, éste la derrumbara de nuevo, porque nada escapa a la maldad del lugar.

Don Rodrigo estaba muy molesto y le mostró su espada al tiempo que decía.

—Lárguese de aquí si no quiere probar el filo de mi espada.

—Lo haré —dijo-el viejo al tiempo que robaba un pan—, pero me llevo ese trozo de pan.

— ¡Qué hombre! ¡Qué cinismo! Mira que entrar en mi casa y robar el pan —finalizó don Rodrigo.

Los días siguientes fueron de labor pesada. Ellos solos levantaron la casa y sembraron las áridas tierras. Y al cabo de unos meses los maizales crecieron y reverdecieron todo alrededor. La casa estaba muy cambiada; todo se mostraba distinto.

—A este paso tendremos dinero suficiente —dijo don Rodrigo una noche en que todo parecía marchar bien.

Sin embargo, cuando se dispusieron a dormir, un fuerte viento comenzó a soplar por los campos. En unos cuantos minutos ese soplo ya era más violento. Pero ese viento se detuvo en la misma forma en que llegó y dejó escuchar unos gritos siniestros; parecía que alguien moría, pero no había nadie cerca.

Don Rodrigo despertó sobresaltado. Fue entonces cuando la habitación de pronto se abrió. A lo lejos se veía cómo el viento soplaba y arrastraba la tierra.

“¿Qué podrá producir todo esto?” —se preguntó don Rodrigo.

El hijo entró de inmediato, pues al igual que la madre estaba muy asustado.

—Padre, estoy muy asustado —dijo.

—No temas, no hay nada afuera.

—Pero recuerda las palabras del viejo.

—No. Debe haber otra explicación —puntualizó don Rodrigo.

Intentaron cerrar la ventana, pero el viento era tan fuerte que no pudieron hacerlo, ese aire estaba acompañado de lamentos que asustaban a cuanto animal y hombre estuviera cerca. Después de unos instantes llegó hasta la casa un olor fétido que se hacía más fuerte cada vez.

—Creo que mejor nos vamos —dijo el hijo.

El viento se intensificó y apagó los candelabros que estaban encendidos. Un último lamento se dejó escuchar como si estuviera presagiando o advirtiendo algo. Sobrevino un silencio aterrador, y después un viento más fuerte se llevó el tejado de la casa, los corrales de los animales y los sembradíos. De nada sirvieron los rezos de la familia, porque el viento continuó toda la noche.

Cuando llegó la mañana, todo estaba en ruinas otra vez. La esposa de don Rodrigo lloraba sin parar, mientras el muchacho trataba de que su padre entendiera que el anciano había dicho la verdad. El español molesto dijo:

—No me importa si he de luchar contra el mismo demonio, pero a nosotros nadie nos echa de aquí.

Su familia no intentó contradecirlo, porque sabían que nada lo haría cambiar de opinión, así que con un rostro evidentemente triste volvieron a las ruinas de la casa.

Los meses pasaron y nuevamente don Rodrigo y su familia levantaron la casa, sembraron y construyeron corrales en donde metieron animales. Pronto las tierras volvieron a reverdecer. Todo estaba como antes, a excepción de los lindos rosales que la señora sembró en esa ocasión.

Todos estaban felices, hasta que una tarde esa vieja voz volvió a retumbar en la casona.

“De nada servirá, porque esta noche volverá el viento del infierno.”

Con este temor llegó la noche. Los vientos comenzaron a soplar y los lamentos se escucharon una vez más. De pronto el silencio llegó, pero después de unos instantes el viento volvió con más fuerza. El techo empezó a desprenderse, pero la señora no se rendía; rezaba cuanto podía.

— ¡Perderemos todo! —dijo el muchacho muy angustiado.

La angustia lo orilló a que saliera. Trataba de detener a los animales que se estaban escapando al darse cuenta de que los corrales ya no existían. Como pudo tomó las riendas de uno de los caballos y éste lo arrastró hasta una colina. Nadie sabía dónde estaba el muchacho, pero aquella siniestra voz parecía que sí.

Busquen a su hijo en la boca del Diablo.”

Los padres salieron corriendo buscando a su hijo, pero nadie sabía dónde estaba situada la llamada boca del Diablo. Por más que corrieron no hallaban al joven. Para cuando lo encontraron, nada pudieron hacer porque el muchacho estaba muerto y presentaba señas de tortura, como si alguien lo hubiera desgarrado hasta provocarle una muerte lenta y dolorosa.

—Debemos darle cristiana sepultura —dijo don Rodrigo—. Ahora sí lo creo, esta propiedad está maldita.

—Se los advertí —dijo el anciano que se encontraba detrás de ellos—. Les dije que debían irse, pero ustedes no hicieron caso. Ahora el espíritu de su hijo vagará por estas tierras hasta que hallen la forma de sacar el mal.

Don Rodrigo estaba molesto. Pensaba irse de inmediato a España, pero después de lo que dijo el anciano ya no podía hacerlo; después de todo él parecía conocer los secretos del lugar. Los días pasaron y al cabo de una semana se escucharon los lamentos acompañados de la voz de su hijo.

“¡Ayúdenme!, ¡ayúdenme!”

El horror se hizo presente cuando al abrir la ventana vieron al espectro de su hijo, quien lloraba y se lamentaba por andar penando.

—Tienen que irse de este lugar maldito              —dijo el fantasma.

— ¡Queremos ayudarte! —dijo la madre angustiada.

—No, ustedes tienen que irse cuanto antes.

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Tras estas palabras el espectro desapareció, esto les provocó insomnio, pues ninguno de los dos podía conciliar el sueño. Al llegar la mañana esperaron con ansias el anochecer; deseaban volver a ver a su hijo para averiguar la forma de ayudarlo. Pero aquella visión que se les presentó era mucho peor que la de la noche anterior; ahora tenía las carnes consumidas y de él se desprendía un olor fétido. Aun así, la madre lo abrazó.

—Tienen que irse —dijo el espectro—. Deben hacerlo ahora. El lugar está maldito.

Luego de esto, el fantasma volvió a desaparecer. El siguiente día se hizo más eterno, pues sólo esperaban el momento de ver de nuevo a su hijo. Cuando eso ocurrió, el espectro les dijo:

—No volveré a verlos, por ello tienen que escuchar con atención. La maldición del lugar se irá cuando alguien tome una cruz y se pare en el centro de la casa; tiene que permitir que la tierra que se levante lo tape. Sólo así se vencerá al mal y yo podré descansar.

A la mañana siguiente fueron en busca de un sacerdote, pero nadie quería ir a ese lugar. Cuenta la leyenda que por ahí transitaba un fraile que estaba de paso, su caballo comenzó a alocarse y corrió, entrando en la propiedad de los españoles. Don Rodrigo intentó calmar al caballo, pero el animal lo atacó causándole severos golpes.

El fraile estaba muy apenado, pues desconocía la historia del lugar. Cuando se acercó al hombre, éste había fallecido. La señora estaba destrozada.

—Debes conformarte hija, ahora tu esposo está con Dios —dijo el fraile.

—No padre, si no lo ayuda, su alma vagará por estos lugares.

—No entiendo hija.

La señora le refirió todo lo acontecido desde su llegada, pero no podía explicarle por qué el sitio estaba maldito. El fraile fue hasta la ciudad para saber lo que había sucedido en el lugar. Ahí se enteró que algunos brujos habían hecho una maldición y que ésta no se podía romper hasta que alguien fuera sepultado con una cruz por la tierra que volaba el viento, por lo que todos interpretaron que era el momento de romper con la maldición, así que enterraron a don Rodrigo de forma vertical sin una cruz en su ataúd, pero rociaron en él agua bendita. Cuando llegó la noche, el fraile y las pocas personas que decidieron acompañarlo estaban impacientes.

El viento comenzó a soplar a la media noche. El fraile colocó de inmediato una cruz en el ataúd y el resto de los hombres se refugiaron en las ruinas de la casa. Todos comenzaron a rezar, mientras que el fraile corrió a buscar también refugio. Y de acuerdo con la leyenda, el espíritu de don Rodrigo salió de su tumba y luchó contra los vientos, luego le pidió a su esposa que se fuera del lugar, pues en él debían edificar una iglesia, pues sólo así se acabaría de una vez por todas con la maldición.

La última voluntad de don Rodrigo se cumplió. Al día siguiente su esposa se embarcó rumbo a España y la vieja Casa del Diablo, como fue llamada por muchos años aquella construcción fue derrumbada y encima de ella se edificó una pequeña iglesia, que con el tiempo tuvo que ser reubicada.

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